CAPÍTULO 1
Alicia, así se llamaba ella, pasó una mala noche. La frase de él había rebotado en su cerebro como una pelota de tenis en un frontón. La luz de la calle ni siquiera le había permitido adivinar el color de su pelo, ¿cómo podía saber, entonces, de quién se trataba? La mujer necesitaba eliminar del horizonte toda responsabilidad respecto del pasado, era preciso exorcizar semejante carga de simbolismo: “otra vez no quisiste verme” era como un aguijón infectado. Él bien podía haberla confundido con otra persona, la memoria era engañosa. La repentina conclusión depositó su espíritu maltrecho en playa segura, no estaba en condiciones de aceptar reclamos de un desconocido, con su jefe ciclotímico ya tenía bastante.
Alicia se sentó frente a su taza matinal de té y dos medialunas. Más hubiera sido gula, menos no la hubiera satisfecho, era una mujer muy metódica. De allí el desconcierto con respecto a la tarde anterior, ¿cómo había sido sorprendida por la lluvia? Si en un día cualquiera no abandonaba su casa sin conocer el pronóstico, “ese” día no debió haber yerros porque, a causa de la cita, Alicia había consultado todos los medios, los más confiables así como los otros, para evitar, justamente, aquello que no pudo evitar. Y “todo” para nada...
Primero, su jefe le había pedido que prolongara su jornada aún más de lo habitual, pero ella manifestó que no se sentía bien y salió casi disparada de la oficina, algo que le reclamaría el lunes por cierto. Molesta se encaminó al bar, ensimismada, pues había vuelto a torcerle el brazo, sin notar que estaba garuando. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde, la tormenta arreciaba y poco pudo hacer su pequeño paraguas para protegerla. Aunque la mojadura no fue lo peor, sino la repentina aparición del sujeto de la vereda, que ni siquiera por cortesía asumió haberla dejado de plantón. Tal vez aquellas palabras, tan cargadas de dolor, le hicieron olvidar la caballerosidad y blandir su espada, a la espera del desquite desde tiempo inmemorial. En medio de sus reflexiones, sonó el teléfono.
-Mamá, ¿por qué todas las semanas me salís con lo mismo? -dijo Alicia.
Ester Zaldívar había destinado los mediodías de los sábados para reunirse con su prole, pues tenía el ritual de ir todos los domingos al club, además de que la noche del sábado también la tenía ocupada (el cine o el teatro siempre la convocaban). Los hermanos de Alicia, un varón y una mujer, habían logrado ponerse bastante a resguardo, argumentando que sus hijos tenían actividades por la mañana, lo que impedía los encuentros en la mayoría de las ocasiones, aunque ella no había encontrado salvoconducto alguno.
-Ali, sos vos la que siempre me contesta lo mismo, hija. Tenés una chica que te hace todo, no tenés marido, no tenés hijos, tenés el freezer repleto. A ver, ¿hoy tenés que llevar el auto al taller o vas a ir de shopping porque se te quemó el televisor…?
Eran esos momentos los que sacaban de las casillas a Alicia, los momentos en los que su madre la confrontaba con la realidad. Todos los fines de semana pasaban por lo mismo: una proponía y la otra rechazaba, una reclamaba y la otra se defendía, una se ponía en víctima y la otra se sentía culpable. La terapeuta le recordaba que el identificador de llamadas se había inventado para evitar ese tipo de situaciones, a pesar de lo cual Alicia caía siempre en la pegajosa telaraña.
-Si aceptaras, no tendrías que escucharme -decía una.
-Si no me persiguieras, quizás tendría ganas de aceptar -respondía la otra.
En algún momento, hacía una aparición estratégica el señor Ramiro Zaldívar, con mayor o menor suerte, en el intento por zanjar la cuestión.
-Estaba por encender el fuego, ¿qué tal una bondiolita de cerdo y alguna otra pavadita, nena?
Esa intervención era la que, por lo general, no fallaba. Todo dependía de cuánto tiempo hubieran estado tironeando madre e hija del cable del teléfono. Alicia accedía a la propuesta de su padre si Ester no había resquebrajado aún su ánimo, lo que sucedía con cierta frecuencia, pues era una mujer muy demandante.
Sin embargo, ese sábado no era igual a los restantes, el ánimo de Alicia venía decayendo desde antes del llamado de su madre; con exactitud, desde el desencuentro con su cita y su posterior acusación a quemarropa cuando la tarde se extinguía. ¿Cómo remontar, entonces, el consabido diálogo con Ester en esas condiciones?
-No, mamá, no me toca ni taller ni shopping, ¿sabés qué?, no tengo ganas de verte y punto. Hasta el sábado próximo. Besos a papá -Alicia cortó sin darle tiempo a retrucarle y, cuando el teléfono volvió a sonar, miró el identificador de llamadas, hizo un gesto obsceno y tomó la asadera que había dejado preparada: tenía bondiolita de cerdo y alguna otra pavadita.