Era tarde cuando llegó al bar, llovía. Buscó con la mirada entre las
mesas vacías y no lo encontró. Aliviada pensó en irse pero sabía que estaba en
falta así que cambió de idea y se ubicó al fondo, la perspectiva privilegiada
le permitía observar sin ser observada. Mientras dejaba correr el tiempo quiso
entender. ¿La aliviaba que se hubiera cansado de esperarla o que a él también
se le hubiera hecho tarde…? No estaba preparada para el acertijo e intentó
contrarrestar el escurridizo sentimiento de culpa con la segunda posibilidad,
¿qué excusa le daría, en ese caso, que le asignaron una tarea de último
momento? El colectivo o el subte no podrían ser su escudo, el bar había sido
sorteado por la cercanía con ambas oficinas. Sin embargo, el chaparrón sería un
buen recurso como responsable del atraso; incluso permitía disimular otro tipo
de contingencia: el vaivén espiritual previo al encuentro. En todo eso pensaba
ella con la vista clavada en el vidrio biselado, sabiendo de antemano que
idéntico análisis podría hacer él si estuviera sentado en su lugar. Aunque bien
podía haberlo hecho poco antes, próximo a cansarse de esperarla.
La mujer se despegó el pelo humedecido de la cara frente al pequeño
espejo de cartera, el paraguas rescatado a último momento de la oficina se le
había dado vuelta a dos cuadras y le resultó imposible huir del flagelo de la
lluvia. Esa mañana no había pronóstico de tormenta por lo que las botas y el
piloto nuevos quedaron en la bolsa. Las marquesinas de los locales la habían
protegido un poco pero los pies los tenía empapados. ¡Qué ganas de darse un
baño caliente y tomar algo amigable que le devolviera el alma al cuerpo! Pero
su mandato familiar era más fuerte, dejar a alguien de plantón era de mala
entraña; por eso estaba ahí a pesar del mal tiempo, a pesar del energúmeno de
su jefe, a pesar de tantos “apesares”. Como había sido siempre, desde que tenía
memoria. Sin embargo, ese no era el momento de ponerse a revisarlos, ya tendría
tiempo durante el fin de semana. Quizás hubiera llegado la hora de darles la
oportunidad a los demás de considerar, siquiera por una vez, las necesidades de
ella. “¡Qué mechas, parezco un león!”, pensó mirando su reflejo e hizo una
mueca resignada.
El mozo la miró con cara de pocos amigos. “En este día de mierda me tocó
una loca”, masculló con fastidio, el reloj señalaba las 7 PM. La semioscuridad
se cernía sobre la vereda y más allá, las tímidas luces del alumbrado no
alcanzaban a mitigarla.
“¿Ya decidió? En media hora cerramos”, le dijo sin haber consultado al
encargado, aunque no era necesario, la única mesa ocupada era la de la mujer.
Ella ensayó una sonrisa mientras él se colgaba el trapo rejilla al hombro en
claro signo de hastío. “Un café, por favor, bien caliente, estoy muerta de
frío”. “¡Che, un café! ¿No te digo que hay que cerrar más temprano?”, vociferó
el hombre. Con las manos en los bolsillos de la chaqueta se asomó a la vereda y
escupió. ¿Quién de los dos había elegido ese bar de mala muerte?, se preguntó
la mujer. Si hubiera sabido que era así de desangelado habría cancelado el
encuentro. ¡Jamás lo hubiera recomendado en el caso de una separación, si daban
ganas de suicidarse en el baño de lo ramplón que era! La sensación de haber
tomado una de las peores decisiones de los últimos tiempos comenzó a ganar
terreno en su ánimo. Escapaba a su entendimiento por qué había debido llegar a
tal situación para intentar resolver el único y excluyente tema respecto del
cual giraba toda su vida por esa época: las relaciones de pareja. Pasajeras,
cama afuera, como amante, no relaciones, divorcio contradictorio, había pasado
por todas. ¿Resultado? Con más de 40 años seguía en la búsqueda, aun cuando no
había descubierto qué era lo que buscaba.
El mozo la observaba desde la puerta mientras fumaba un cigarrillo y al
girar la cabeza se topó con el cabezazo del encargado, que le señalaba el
pocillo humeante junto al vasito con soda. “¡Queca, se lo voy a tener que
llevar!”, dijo y la expresión avivó imágenes de su escuela secundaria, ¿por qué
había perdido contacto con todos sus compañeros? Si a otros les había dado
resultado, él debería ser menos reticente y ver de qué se trataba eso del
Facebook. A la noche le pediría a su hijo que se lo explicara otra vez. De nada
valía negarse al avance de la tecnología, había llegado para quedarse, y dado
que la esperanza de vida iba en aumento día a día, se hacía indispensable
amigarse con ella pues el futuro pertenecería a los que hubieran elegido
permanecer dentro del sistema. Aunque lo viviera como algo cruel era un hecho
irrebatible, pensó desganado el hombre. Dio las últimas pitadas intentando
prolongar aquel anestesiado arrebato juvenil y juntó coraje para encarar la
última tarea de la tarde. Sin embargo se demoró aún algo más y la radiografió
de pies a cabeza, todavía estaba buena. Un poco flaca para su gusto pero tenía
buenas tetas.
La mujer miraba el celular. Nada. ¿Habían intercambiado números cuando
chatearon? “Al final, ¿querés o no estar sola?”, se dijo en el espejo. ¿Qué
hacía en un sitio deprimente, un viernes tormentoso a la salida de la oficina,
esperando a un desconocido del que ni siquiera tenía su número de teléfono?
Ella, tan obsesiva, meticulosa, aplicada, precavida, ¡qué pelotuda! De pronto
recordó la foto de él en la página y la cara le resultó vagamente familiar. ¿De
algún trabajo anterior, del club, de la escuela tal vez…? Del barrio seguro que
no, no sabía por qué pero lo descartó. Su mirada se deslizó de las 7,25 PM del
reloj de pared al pocillo que ya no humeaba y sintió rechazo. Se acordó del
trapo sucio en el hombro del mozo, del escupitajo y de lo triste que sería ese
baño para suicidarse. Habían quedado de acuerdo para una hora antes, ya era
tiempo de hacer mutis por el foro aunque no fuera una obra de teatro.
“Disculpe pero no voy a tomar el café. Los pies mojados me dieron dolor
de estómago”, murmuró. El mozo, a punto de cargar la bandeja, la fulminó con la
mirada y recolocó el trapo con violencia en el hombro en el momento que el
encargado se asomaba por encima del mostrador. “No se preocupe, José dejó que se
helara así que hay que tirarlo”. Ambos hombres cruzaron miradas en tono de
reproche, cada uno con el propio. La mujer se puso el blazer (¡cómo
extrañaba sus botas de lluvia y su piloto nuevos!), se colgó la cartera en
bandolera y se dirigió a la entrada. “Se dejó el paraguas”, le dijo el
encargado sonriendo. ¡Pobre, quería contrarrestar tanta tristeza! “Está roto,
¡y gracias por todo!”.
El mozo comenzó a bajar la cortina metálica detrás de la mujer, había
dejado de llover. Parada junto al cordón observaba el telón: chica abandonada
por chico en bar de mala muerte tras caer la tarde un viernes tormentoso y dan
ganas de suicidarse en el baño… ¡Y dale con el suicidio! Lo cierto es que había
sido un año muy largo, no sólo ese día, pero faltaba poco para su cumpleaños y
ya presentía el desquite.
La cortina quedó a mitad de camino pues por el otro lado se acercaba
lentamente un hombre que observaba con insistencia a la mujer. Ella había
acertado: le habían asignado una tarea de último momento aunque no pensaba disculparse,
era evidente que ni siquiera lo tenía incorporado en un ángulo de un vago
recuerdo, ¿por qué lo haría? ¡En cambio cómo olvidarla! La más linda del
colegio… Con ese pelo largo castaño que en verano se volvía rubio, aunque ahora
se le había oscurecido. ¡Cuánta amargura había tragado por su culpa entonces!
La amó locamente durante los cinco años de la secundaria sin que ella notara su
existencia y pese a sus dos matrimonios no se le había ido de la cabeza. Por
eso tuvo que buscarla, porque tenía que deshacerse de esa espina que lo
torturaba hacía demasiado. Podría haber hablado con su jefe y llegar a tiempo a
la cita pero no había querido. ¿Temor? Quizás, a ser ignorado otra vez. Ella
seguía igual, tal vez más flaca pero con curvas, como a él le gustaban. En
cambio, él había perdido muchos kilos y se había operado de la miopía, lo que
lo había vuelto irreconocible además de atractivo. “¿Será por eso…?”, pensó con
el alma apenas iluminada.
“Por acá no pasan taxis, te
conviene ir hasta la avenida, a dos cuadras…”, dijo él como para iniciar una
conversación. Ella hizo foco, ¿quién le hablaba? Ah, el hombre de la vereda.
Desde el bar no se perdían gesto de los actores ad hoc. ¿Qué avenida,
dónde estaba? Entonces se acordó: el bar olvidado de Dios, el del mozo con el
trapo sucio y el escupitajo, el del suicidio en el baño maloliente. “Gracias.
La verdad es que no sé qué hago acá”, respondió la mujer al borde del estallido
mientras se dirigía a la arteria salvadora. ¿Dos cuadras a la derecha o a la
izquierda? No le había dicho. “Otra vez no quisiste verme”, dijo él y se alejó
por el mismo lado por el que había llegado. Ella frenó en seco, creyendo haber
oído lo que oyó, y reemprendió la caminata.
(Texto presentado recientemente en la sede de Baradero, San
Pedro, de la Sociedad Argentina de Escritores, SADE, con motivo de la XV Edición
del Concurso Nacional de Cuento y Poesía Escritor Alfredo Cossi)