miércoles, 27 de abril de 2022

Y tu vida será otra (novela, capítulo 1)

 Parte I: De cómo se dieron las cosas


1

Su madre siempre le decía que a los canarios había que atenderlos diariamente. Pobres criaturas del señor, ellos no podían hacerlo solos, así le decía, una y otra vez, todos los días. Era imposible olvidarse. Pasaban los días, los meses, los años, y siempre repetía lo mismo. Parecía una letanía. Y lo peor de todo es que se le paraba al lado, pero bien al lado, y se lo decía casi al oído. Era desesperante.

Tan ensimismada estaba esa mañana que volcó el bebedero sobre la blusa que llevaba puesta. Con la mirada turbia comenzó a hacer pucheros justo en el momento en el que su madre se aproximaba, pero no iba a darle el gusto. Rápida giró, como pivotando en pelota al cesto, “yo era buenísima”, se dijo, y se dirigió a las jaulas. Su madre, con la boca abierta, la vio alejarse; esta vez no había podido.

Feliz con su pequeño triunfo rellenó los comederos y le guiñó un ojo al canario naranja. Convencida de que le había entendido, cuando el bicho se puso a gorjear, creyó que le estaba hablando.

-Nena, ¿ya atendiste a los demás? Mirá que no pueden hacerlo solos… -dijo la vieja, arrastrando los sonidos, además de las chancletas.

Olga Pietrantonio sintió una puntada en la nuca, acababan de arrojarle un dardo envenenado. A pesar de todos los recaudos que había tomado, no pudo evitar aquella frase que la mortificaba. Al darse vuelta con lentitud, vio que su madre sonreía burlona mientras se apantallaba con una revista. El emplumado pareció aprovechar la situación y arengar al resto a imitarlo, pues tímidamente comenzaron a piar. Uno a uno fueron sumándose, hasta que el canto se convirtió en un ruido ensordecedor. Olga se paró frente a las jaulas y, en actitud amenazante, los enfrentó con la manguera.

-No te atrevas… -susurró Gladys.

Aquello se había convertido en una contienda. El aire estaba cargado. Olga blandía el cilindro de goma como un fusil de guerra dispuesta a todo. Sin embargo, su madre no se quedaba atrás. Sus ojos vigilantes y la tensión de todo su cuerpo recordaban a una mamba a punto de atacar.

Entonces apareció Gregorio, el padre, cargando una bandeja con el termo, el mate y los bizcochitos de grasa del domingo y atravesó el fuego cruzado. Olga pensó en definir la situación de una vez y para siempre, pero al ver que su madre había perdido el interés y seguía los pasos de su marido como hipnotizada, revoleó el delantal sobre la jaula del canario naranja, restableciendo la calma.

Ya tendría su merecido desquite, era tan sólo cuestión de tiempo.