viernes, 4 de diciembre de 2015

Telaraña (cuento)


Las mujeres llegaron a la casa por la noche, les había llevado 12 horas el viaje aunque creyeron que no tardarían más de 9 ó 10: algunos tramos de la ruta estaban casi intransitables y habían sido perseguidas por varios chubascos. También es cierto que no aplicaron el acelerador a fondo sino que disfrutaron del paisaje y de la charla, como en cada escapada.
La casa, amplia, luminosa, confortable, era de una amiga, quien soñaba con instalarse allí a partir de su jubilación. Los vecinos de los costados, inquilinos de la dueña, se presentaron y se mostraron solícitos al verlas llegar. Era un lugar de postal, rodeado de sierras y atravesado por un río cantarino; nada hacía suponer que allí se ocultaba un misterio.


A la mañana siguiente había que organizar el itinerario, elegir qué cosas sí y cuáles no, tenían un listado bastante largo. Se sentaron a desayunar y decidieron que irían resolviendo sobre la marcha. Todo dependería del clima, de las ganas, del cansancio, de los dolores musculares, en fin… sería un día a día. Lo que tenían en claro era que habían ido a disfrutar, por lo que cocinarían y comerían afuera (incluida la rotisería) en partes iguales. Vacaciones son vacaciones, dijeron ambas casi a dúo.
El lugar les pareció mágico no sólo por la cordialidad de su gente, el entorno era bellísimo. Además del paisaje natural, muchas de las casas, construidas sobre las faldas de los cerros, tenían sus jardines o parques desarrollados en pendiente, con largas escalinatas e incluso muelles sobre el río. Todo era idílico. Como si esto fuera poco, la ciudad era tan segura que la gente dejaba las puertas sin llave y los autos abiertos.
Sin embargo, la familia que vivía a la derecha despertó su curiosidad. Era un matrimonio con dos hijos, uno en jardín de infantes y otro en escuela primaria. Durante varios días sólo se vio ropa de chicos en la soga, pero no a sus usuarios. Ni siquiera se escucharon voces, gritos, corridas. Sólo ropa. De allí que las mujeres dudaran de su existencia. Pero el matrimonio era tan relajado y sonriente que era difícil imaginar que algo podía andar mal.
En el fondo había un galpón, a unos 50 metros, aunque parecía un pequeño departamento para huéspedes por el tipo de construcción. Dado que el matrimonio fabricaba artesanías, las amigas supusieron que ese debería ser el lugar de trabajo y que los chicos jugarían alrededor de los padres, motivo por el que no se los veía afuera. Pero del fondo sólo regresaba él, iba y venía varias veces al día, siempre solo. Ni siquiera se la veía a su mujer regresando de allí. Ella solía colgar la ropa lavada pero nada más. Al hijo mayor lo trajo una camioneta una vez, vestía uniforme de colegio. Un rato después apareció en el jardín con una pelota, era evidente que quería ver qué hacían ellas en la casa. Luego desapareció tan rápido como había aparecido y no se lo volvió a ver.
Las amigas comenzaron a especular, tejían y destejían hipótesis aunque ninguna las convencía lo suficiente. Todas eran igual de descabelladas e igual de válidas. Dado que estaba cerca el cerro Uritorco y se decía que toda la zona serrana era un corredor de avistajes, hasta los seres extraterrestres fueron considerados un día que vieron un documental. Las noches oscuras y estrelladas hacían volar su imaginación. Los cerros que remataban el fondo del jardín facilitaban cualquier sospecha o presentimiento: una torre de alta tensión podía llegar a convertirse en un ser de otro mundo si la niebla lo camuflaba adecuadamente.
Gracias a que el clima acompañó su estadía pudieron caminar, trepar y tomar sol la mayor parte del tiempo. Sólo un poco de llovizna las mantuvo encerradas, a pesar de lo cual no perdieron el espíritu, la Generala y el Scrabel llenaron los espacios muertos. Fue justo ahí cuando descubrieron un arco de fútbol al costado del jardín, contra la muralla de piedras que hacía de cerco divisorio. Ninguna recordaba que estuviera de antes por lo que decidieron prestarle más atención a todo. A la tranquera de acceso, a los ruidos, a las idas y venidas del hombre de la derecha, a la ropa pequeña colgada en la soga, nada escapó a su órbita desde ese instante. Si un arco de fútbol había pasado desapercibido, ¿entonces qué más…?


A medida que el tiempo pasaba, el misterio iba tomando cuerpo. Ya no se trataba de que a los hermanitos de la derecha no se los veía, más bien era dable pensar que habían desaparecido. La camioneta volvió a pasar por delante de la casa en otras ocasiones pero el hijo mayor no volvió a descender de ella. La ropa menuda siguió apareciendo en la soga con regularidad pero no sus dueños. Cierta tarde se escuchó a la madre pedir silencio a la hora de la siesta pero hablaba sola, no se oían quejas o risa alguna. El regreso a la capital se aproximaba y las mujeres no querían abandonar el lugar con más dudas que certezas. ¿Por qué ese sitio idílico se había convertido, de repente, en un lugar poco confiable?
La noche anterior a viajar decidieron arriesgarse. Tras cenar, lavaron los platos y miraron un rato de televisión mientras vigilaban los movimientos de los vecinos de la derecha. Cuando comprobaron que las últimas luces habían sido apagadas mucho antes, tomaron la linterna y salieron por la puerta trasera. Recorrieron el jardín hasta el fondo con lentitud y con mucho cuidado pasaron por arriba del cerco de piedras. ¡Qué suerte que no tenían perro! Las amigas iban avanzando mientras hacían pequeñas paradas para corroborar que nadie se había levantado. Al acercarse al galpón, la mujer que iba delante, de cabello corto, tapó la linterna con un trapo para suavizar el haz de luz. No se escuchaban movimientos ni tampoco voces. La quietud de la noche era total. De pronto, la mujer que iba detrás, de cabello largo, sintió un escalofrío en la espalda, como si no estuvieran solas, y el temor comenzó a invadirla. La distancia entre ambas iba en aumento y aunque quiso alcanzar a su amiga sus piernas no le respondieron. Un aliento gélido le atravesó la nuca y se le instaló en todo el cuerpo. La mujer, que nunca había rezado y que no conocía las palabras, se encomendó a los dioses y pidió misericordia.


A la mañana siguiente, las amigas acomodaron bolsos y valijas en el auto y cerraron la casa. Los vecinos de la derecha y de la izquierda no estaban visibles por lo que no pudieron despedirse. Antes de abandonar la ciudad cargaron nafta, deseaban ir tranquilas. No dejaban de repetir lo bien que lo habían pasado, lo confortable que era la casa y qué hermosos paseos habían realizado. No tenían cosa alguna para criticar o lamentar. Todo había estado mejor de lo esperado. Había sido un acierto elegir ese lugar como destino.
Tras varias horas se detuvieron a comer algo y estirar las piernas. Las dos se veían distendidas a pesar de que el viaje prometía ser largo otra vez. A punto de retomar camino, la mujer de cabello corto, que era la que manejaba, sonrió.
-Qué bueno que vimos a los chicos esta mañana, no hubiera podido irme tranquila. ¡Y qué susto te pegaste anoche, jaja! Somos dos inconscientes, ir hasta el galpón en esa oscuridad… Mirá si el tipo aparece armado…
-Sí, fue una locura. Cuando desapareciste, pensé que me desmayaba ahí mismo. En fin… Por suerte, las caritas de los nenes contra el vidrio borraron todo lo demás –dijo la mujer de cabello largo en el medio de un bostezo.
En estado de satisfacción por el misterio resuelto, cual dos Nancy Drew o Jessica Fletcher, reemprendieron el regreso.


De vez en cuando, las amigas recuerdan aquellos días en las sierras, y aunque la existencia de los hermanitos fue finalmente comprobada, hay un aspecto temporal acerca del cual no logran ponerse de acuerdo: unos minutos antes de partir, la mujer de cabello largo barría el patio en tanto la de cabello corto sacaba el auto del garaje, y ambas aseguran haber visto a los hermanitos asomados, una, a la ventana de la cocina, y la otra, a la ventana del living de la casa de al lado.
Misterios que ocurren en lugares de postal.



viernes, 25 de septiembre de 2015

Marta está de regreso (cuento)

El hombre de poco más de cuarenta estaciona delante del caserón familiar. La vieja casa le trae muchos recuerdos. Recorre con la mirada el piso superior y se detiene a observar un nido de palomas. Antes no existía. Claro, su abuelo nunca lo hubiera permitido. El ruido del motor lo vuelve a la realidad. Al bajar, el viento le produce un escalofrío.

Marcelito, ¿qué vas a hacer cuando seas grande? No sé, abuelo, ¿por…? ¿No te gustaría ser escritor? ¡Y yo qué sé! Falta mucho para eso, abuelo… No, Marcelito, todo llega, andá pensando. ¿Vos querés que yo sea escritor? Sería lindo, yo tengo muchas historias para contarte. Después vos las escribís y te hacés famoso.

El hombre, que se llama Marcelo, tiene los ojos vidriosos. Pestañea. Una lágrima le deja un surco en la cara. Mira el jardín, es pura tierra, sólo hay algunos árboles raquíticos. El viento vuelve a estremecerlo. Entonces saca un bolso y una mochila del baúl del auto y se dirige hacia la entrada. Prueba la llave, que gira recelosa, y entra. Demora unos instantes en acostumbrar los ojos a la oscuridad, las ventanas conservan los cortinados. Al acercarse a la escalera ve que los peldaños están deteriorados y con lentitud recorre la planta baja.
En la cocina comienza a estornudar. Hay olor a encierro y él es alérgico. Además de cierta tensión que registra en todo el cuerpo desde que entró. Abre la canilla y deja correr el agua. Sin embargo se decide por el termo y toma un antihistamínico con algunos sorbos de café.

¿Tenés historias de terror, abuelo? ¿De las de monstruos, fantasmas y todo eso? Sí, pero si te las cuento no vas a poder dormir. ¡Dale, abuelo, te juro que duermo!

Marcelo entra en el viejo escritorio, ha traído la computadora y sus borradores. Sopla la mesa y una nube de polvo lo obliga a retroceder. El celular vibra en su bolsillo, olvidó activarlo. Es su mujer… Sí, la atmósfera resultó propicia para escribir la novela de terror que viene postergando. Porque el hombre escribe, pero novelas históricas, esas de capa y espada. Esas que requieren años de investigación.
Lo de la novela de terror es una asignatura pendiente con su abuelo que le contaba aquellas historias de Frankenstein, justo cuando se cortaba la luz. O aquellas otras de Sandokán, cuando se iba de campamento y había luna llena. O peor aún… aquellas de Godzilla, cuando Marcelo estaba aprendiendo a nadar en la pileta y no hacía pie.
Pobre viejo, había terminado en un geriátrico sin enterarse de que Marcelo, Marcelito, finalmente se había dedicado a las letras. Aunque no se había hecho famoso y tampoco había escrito historias de terror.
Hasta ahora.

El escritor mira con fijeza la computadora sin decidirse. En su cabeza dan vueltas muchas cosas, ideas que se le fueron ocurriendo, mezcladas con recuerdos felices y de los otros. Para aquietar su ánimo juega con el encendedor. Sin embargo ya no fuma. Dejó de hacerlo cuando le detectaron cáncer a su padre y en un año se murió. De eso hace un montón, mejor no acordarse. Por si los fantasmas del pasado retornaran para molestarlo, guarda el revólver que trajo en un cajón del viejo mueble sobre el que tantas veces su abuelo jugara al solitario. Y comienza a escribir la sinopsis argumental.

“Marta y Jaime están en el living, son marido y mujer, es de noche. Ella comenta que el novio de Isabel, su hija, está dando los primeros pasos como escritor. Sin embargo, Jaime no está demasiado convencido de la elección, cree que se morirá de hambre. De pronto escuchan un ruido extraño en el jardín. Jaime toma el revólver cuando la puerta del frente se abre con violencia.
Un par de hombres entran y les disparan a quemarropa. Jaime y Marta caen. Al escucharse la sirena de la policía, los ladrones huyen por la parte trasera de la casa. Ella parece estar muerta. Él ha perdido mucha sangre y se desmaya.”

Marcelo bebe café despacio y entrecierra los ojos. Retoma la escritura.

“Jaime está en su habitación, a oscuras, en una silla de ruedas. Isabel entra, enciende la luz y le dice a su padre que ella lo necesita, que debe recuperarse por la memoria de su madre, que debe ser fuerte… Pero Jaime tiene la mirada perdida, no la escucha. Y seguramente no volverá a hacerlo.”

Marcelo intenta guardar el archivo y nota que la computadora no responde. Como ya le ha ocurrido, trajo un pequeño grabador de periodista. Para evitar perderlo, con la boca pegada al micrófono lee el texto que acaba de escribir, lo escucha. Satisfecho sale del escritorio y sube la escalera, se ha ganado un recreo. En tanto comienza a aparecer algo en la pantalla.

Ha oscurecido. El hombre, que se llama Marcelo, se asoma desde la baranda del piso superior, está en bata, con el cabello mojado, y siente un escalofrío. Estornuda. Observa la puerta de entrada durante unos momentos. Le parece extraño estar nuevamente allí. Baja con cuidado a raíz de las tablas sueltas de la escalera y enciende las luces del frente. Ajustándose la bata al cuerpo se dirige al living y enciende la luz también. La casa ya no se ve tan sombría. Entra en el escritorio y al acercarse al monitor frunce el ceño. Lee: “Marta está de regreso”, pintado de bermellón. ¿¿De regreso de dónde?? se pregunta y hace un montoncito con la mano. Desconcertado o más bien nervioso vuelve a jugar con el encendedor.
Los timbrazos del teléfono lo sobresaltan y, aunque lo intenta, no llega a atender. Molesto retrocede con vacilación, dándole una segunda oportunidad al arrepentido, quien no insiste. Marcelo lee el texto en la pantalla.

“Un par de hombres entran y le apuntan a Jaime pero Marta lo empuja y una de las balas apenas lo roza.”

El escritor no puede creer que eso esté ocurriendo. Temeroso se asoma al pasillo y observa a lo lejos la oscuridad de la cocina. ¿Cuántas veces jugó a las escondidas con sus primos en esos recovecos y el abuelo cortó la luz? ¡Con la total desaprobación de mamá, por supuesto! Sobre todo cuando el viejo abría la puerta que da al fondo para ponerle más misterio a la cosa.

¿Y si entra Godzilla? Pero, Marcelito, qué disparate decís, yo no veo agua, ¿vos sí?

Sin encontrar respuestas, Marcelo intenta no perder la calma. La puerta de calle está tan cerrada como cuando llegó. Nada ha cambiado desde las seis de la tarde, aunque siente erizarse la piel de la nuca y un frío lo cala hasta los huesos. Decidido, elimina lo que lo desafía desde la pantalla y se sienta en un sillón que hay junto al escritorio con los ojos fijos en la puerta de entrada. El velador encendido le permite controlarse.

Abuelo, ¿te dormiste? Mmmmmmm. ¡Abuelo, hay fantasmas! Sé bueno, revisá el armario…

A Marcelo lo despierta un portazo a medianoche. Un murmullo viene desde la cocina. Con el pecho oprimido tantea en el cajón del escritorio, saca el revólver y enciende el velador. Con movimientos pausados le quita el seguro y comienza a avanzar por el pasillo. Prueba el interruptor de la luz pero no responde. Al aproximarse a la cocina descubre que el murmullo viene de más lejos. De la habitación de servicio.
Sus piernas se aflojan, no sabe qué hacer y piensa en sus hijos, a quienes asusta al igual que lo hacía con él su abuelo. Pero de inmediato se recompone y continúa la marcha. Al doblar por el pasillo, alguien lo está esperando… La paz le vuelve al cuerpo cuando se reconoce en el espejo. La ventana deja que se filtre la luna. Y otra vez el murmullo de la habitación de servicio.
Con el caño del revólver empuja la puerta entreabierta que choca contra la pared y al entrar se reencuentra con el pasado: una cama y su elástico, un colchón despanzurrado, el caballito de madera, libros y revistas apiladas… Algo más allá, la casa de muñecas de su madre. Marcelo se acerca temblando y aprieta el revólver con fuerza en la mano derecha. Con el corazón saltándosele del pecho mira el interior. Está vacía. Sus palpitaciones llegan al límite.
Presuroso retrocede y entra en la cocina, intenta mirar hacia afuera pero la enredadera tapa los vidrios y le permite ver apenas. Ojalá la hubieran quitado hace años, sus noches habrían sido menos angustiosas. Prueba la puerta, está firme. A trasluz adivina la reja sólida.
Marcelo apoya el revólver sobre el mármol de la mesada y toma agua de la canilla. Ahora no está para preocuparse por la alergia. Tiene que enfrentarse a Frankenstein, a Sandokán. “Pero a Godzilla, no” se escucha decir y en eso percibe el sonido del teclado. Con la garganta hecha un nudo tantea el revólver y no lo encuentra. Aferrándose a la mesada toma un cuchillo de vaina gruesa y se persigna como cuando acompañaba a su abuela a la iglesia.  

El hombre, que se llama Marcelo, corre desbocado al escritorio, blandiendo su improvisado puñal. Se acerca al monitor y lee.

“La ventana se abre de golpe y vuelan papeles que el escritor tiene junto a la computadora. Se escucha la silla de ruedas de Jaime. El escritor se asoma y lo descubre de pie, detrás de la baranda de la escalera. Está empuñando el revólver. Jaime dispara, el escritor describe una curva perfecta hacia atrás y cae al suelo, muerto.”

Entonces… La ventana se abre de golpe y vuelan papeles que Marcelo tiene junto a la computadora. Se escucha el rodar de una silla…
Al escritor le cuesta respirar, el terror lo invade. Se le escurre el cuchillo entre los dedos. Desesperado, arranca el casete diminuto del grabador y se aproxima a la escalera. En cámara lenta mira hacia arriba, Jaime está parado y lo observa desde la baranda, apuntándolo con el revólver. Marcelo, ya sin tiempo, acerca el encendedor al pequeño casete y, al poner en contacto la cinta con la llama, se escuchan los gritos desgarradores de Godzilla. Las palabras del monitor danzan frenéticas. Suena un disparo y un golpe seco. Algo pesado cae al suelo.


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El escritor está sentado al escritorio. Isabel le hace masajes en los hombros…  Pero no es Marcelo, Marcelito, el hombre. Es el otro escritor, el novio de Isabel, que mira fijo la pantalla de la computadora mientras juega con el encendedor. 

viernes, 31 de julio de 2015

Hasta las manos (novela)

Introducción

Rodolfo Mouras trabajaba como Supervisor en un prestigioso
supermercado, ¿pero le gustaba lo que hacía? ¡Para
nada! Había ido a parar ahí porque tenía que mantener a
una familia, esposa e hija, y reparar relojes no le permitía
hacerlo dignamente. El reemplazo paulatino pero inexorable
de los analógicos por los digitales era una de las razones.
Pues lo cierto es que si les hubiera dedicado el tiempo justo
y necesario a estas máquinas de precisión, no se hubiera pasado
los últimos cinco años de su vida ladrándole a la luna
como un rottweiler.
De adolescente ya se perfilaba como relojero, y de los
buenos. Siempre revisaba los relojes que su abuelo coleccionaba
con pasión. Los investigaba uno por uno, los desarmaba
por completo, y más de una vez hizo funcionar algunos que
habían colapsado hacía tiempo. Pero lo hacía a escondidas:
temía que su abuelo lo castigara. Lamentablemente Mouras
no llegó a descubrir que era un viejo piola que lo adoraba
y jamás hubiera lastimado sus sentimientos o coartado su
curiosidad siquiera. Un tipazo don Genaro, lo decía todo
el barrio.
Pero en la familia nunca había quedado claro si Rodolfo
quería escuchar los latidos de su corazón o seguir los pasos
de su padre. Hombre con poco vuelo que se conformaba
con tener un trabajito oscuro de empleado municipal con
tal de que no le exigieran nada más que la puntualidad y
las siete horas y media de trabajo corrido. Hasta ahí llegaba
su compromiso laboral, después “que no me jodan”, literal.
Y nunca lo hicieron pero tampoco ascendió. O sea: nunca
nada. ¡Un horror! Porque el padre de Rodolfo no podía
contar nada, ni bueno ni malo. Su vida había sido una gran
nada que había durado sesenta y seis años; en cuanto se jubiló,
le agarró flor de depresión y al año se murió.
Y aunque Rodolfo podía haber hecho algo mejor que
su padre, la verdad era que no se había animado lo suficiente.
Porque ser relojero cuenta con una especie de plus,
otorga un cierto poder. Dominar el tiempo de los demás
da poder, ¿o no? Uno puede vivir en el tiempo real o en el
limbo. ¿Qué ocurriría si todos los relojeros se manifestaran
en huelga? ¿O modificaran al unísono los relojes del planeta?
¡Nadie sabría en qué hora vive! ¿Acaso eso no da un
poder absoluto sobre el resto de los mortales?
Pero Rodolfo prefería el anonimato, las sombras a la luz
del día. Y le ocultaba su pasión de toda la vida justo al Gerente
de Ventas, su jefe directo, grave error. Porque Mauro,
gordito simplón y con escasa vocación para el trabajo, lo
seguía siempre muy de cerca al ver que nunca cumplía con
el horario establecido desde que entró. ¿La razón? Rodolfo
visitaba a sus clientes por la mañana, todos los días, ¿cómo
podía blanquear su segunda ocupación rentada? Sin embargo,
con lo que no contaba Mouras era con que la actitud
de Rivarola Pinedo terminaría por convertirse casi en una
cacería personal, pues conforme el tiempo transcurría, el
malestar del gordito simplón iba in crescendo.
Lo más incomprensible de tal situación era que a pesar
de su amor confeso por esa actividad, Rodolfo nunca había
logrado vivirla como “su profesión”. ¿Cuándo dejó de
soñar? Al crecer se olvidó de que tenía una pasión. Porque
él tenía una pasión, algo poco común entre los seres humanos,
y su gran desacierto había sido no darle el lugar que
se merecía. ¡Todo hubiera sido tan distinto! (Había cursado
tres años de Arquitectura por darle el gusto a su madre,
para luego seguir por inercia la carrera de Bellas Artes aunque
había argumentado vocación propia. Pero el tic tac
había seguido reverberando en sus oídos, y decidió dejar
de ignorarlo cuando Genaro le legó su colección completa:
trescientos veintitrés relojes, de distintas procedencias, facturas,
épocas, que atestiguaban el fervor compartido.)
Si se hubiera animado a asumir su pasión como lo que
era, no habría tenido que padecer, por ejemplo, a su jefe, el
inepto Gerente de Ventas de “la cadena de supermercados
más grande de la Argentina. Mundocompras, el universo a
tus pies”.
Mauro le había dedicado más tiempo al golf que a su
puesto de trabajo garantizando a todo el que quisiera oírlo
que jugaba, y que además lo hacía bien. Pero en realidad
su leit motiv era esperar, con la paciencia propia de un presidiario,
a que el resto recorriera todo el green para luego
atragantarse con la cerveza y la picada que religiosamente
tocaban después. Pues Rivarola Pinedo siempre perdía, y no
se podía contar con él. Y cuando sus compañeros de equipo
descubrieron que no había forma de librarse de su presencia
lo adoptaron como caddie, mientras él intentaba convencerlos
de que era su amuleto de la suerte. (Cabe destacar que
él también desarrollaba la citada actividad en su horario de
trabajo, pero no lo hacía a hurtadillas, como su subalterno,
pues creía que gozaba de absoluta impunidad no sólo por el
cargo que detentaba, sino por ser el marido de la viuda de
Carmelo González, hijo del fundador del emporio.)
Lo que agudizó la rispidez en el vínculo entre Mauro
y Rodolfo fue que el Directorio le solicitó al Gerente de
Ventas que investigara las fallas existentes en alguna de las
sucursales, y a este no se le ocurrió mejor idea que derivarle
el tema al Supervisor. Pero Mauro nunca elevó los informes
con la firma y el sello correspondientes, sino que usó los
propios: Licenciado Mauro Ezequiel Rivarola Pinedo - Gerente
de Ventas - Supermercados Mundocompras - Buenos
Aires - Argentina. Cosa que enervó a su contraparte, porque
además, no había finalizado carrera universitaria alguna.
Pero la verdadera frutilla del postre fue su última jugada.
En una jornada de trabajo pautada en Parque Norte, en la
Costanera, a la que concurrió todo el personal administrativo
de las cuarenta y siete sucursales de la Ciudad Autónoma,
tras seis horas demoledoras apenas interrumpidas por
un rápido refrigerio, el gordito simplón tomó del hombro
a Mouras y le dijo:
—Papi, tenés que irte a Córdoba, hay kilombete. Hacete
un bolsito esta noche que mañana viajás temprano. El Directorio
está que explota.
—Mauro, yo fui clarísimo cuando entré a laburar. Te dije
que no puedo viajar. Esa fue mi única condición hace cinco
años y aceptaste. Ahora no me salgas con eso.
—Mirá, Rodolfo, si les digo eso se van a hinchar las pelotas,
no te conviene. Cuando volvés, en un par de meses,
te tomás unos días compensatorios, ¿ok? —dijo Mauro y
se fue bailando el carnaval carioca junto a los empleados
que sonreían con cara de vaca idiota, mientras el fotógrafo
contratado especialmente para la ocasión disparaba su flash
sin solución de continuidad.

Entrega 7 de agosto

Parte I
Cimbronazos

Capítulo I
Y allá fue nuestro héroe de historieta. Durante los últimos
cinco años había cargado bolsas, bolsitas y bolsones llenos de
papeles y relojes, por si se daba el caso de topar con algún
cliente imprevisto o por si su jefe le reclamaba aquel informe
que le había solicitado sólo para molestarlo. ¡Pobre Mouras!
Siempre parecía un espía internacional encaminado a salvar
el mundo, pues era tal su temor a ser reconocido que se disfrazaba:
piloto, sombrero y lentes oscuros a lo Men in black.
Mouras solía usar los relojes para contarle relatos a su
hija. Cuando Agustina estaba enferma o no podía dormirse,
siendo muy chica, encendía la luz del pasillo (donde había
colocado una bombita adecuada para ponerle misterio a la
cosa), desparramaba sobre su cama los más sofisticados y le
decía que eran teléfonos y cámaras para proteger “a los buenos
de los malos”. Entonces, inventaba diálogos usando una
de las máquinas con un jefe imaginario que le asignaba una
misión ultrasecreta, mientras tomaba fotos o filmaba desde
la ventana del cuarto de la nena por medio de otro de los
relojes. Lo que derivó en un serio problema, obviamente,
porque en la escuela los compañeritos de Agustina no le
creyeron esas historias descabelladas, y un día la Directora
acabó citando a Betty Dumas, la mamá.
A raíz de esto, Rodolfo y Betty tuvieron una discusión
de aquellas, una vez más. Pero esta fue la última, entre muchas.
Betty le pidió el divorcio y le dijo que se buscara
dónde vivir. Cosa que a Rodolfo no lo tomó realmente por
sorpresa, pero tampoco imaginó que sus historias fantásticas
fueran para tanto. “¿Para tanto, cuál tanto? ¿Vos te creíste
que es sólo por eso? Madurá, Mouras, y quizás podamos
tener una conversación de adultos.” Tras decir lo cual Betty
por poco le puso las valijas en la vereda: le dio una semana
escasa para que encontrara dónde llevar su humanidad definitivamente.
En adelante, Rodolfo vivió solo, algo que le resultó beneficioso
pues, al terminar el día de oficina, muchas veces
se quedaba hasta tarde en su mesa de trabajo sin reparar en
la hora. ¡Qué ironía que el relojero no lo hiciera! Y también
más de una noche se quedó dormido con la lupa en el ojo.
Esas fueron las ventajas que Rodolfo esgrimió a la hora de
justificar su separación. Sin embargo, manifestaba esas actitudes
mucho antes de entrar a Mundocompras. Y “ese” fue
el argumento que ella esgrimió: que la relación planteada
en los viejos términos ya no daba para más.
En la época en que Rodolfo tenía una sola actividad,
primero como empleado en una relojería que quebró y
después como trabajador independiente, ya era un tipo bastante
desorganizado. Como estaba a comisión en el negocio
no tenía horario fijo, entonces se dedicaba a matear y a
leer el diario de atrás para adelante y de adelante para atrás
durante buena parte de la mañana, y recién ahí salía del
iglú. (Su casa era su refugio, acometía el mundo exterior
porque no le quedaba alternativa.) Así que Betty, que ya le
conocía a fondo las mañas y cuya capacidad de aguante iba
en franco descenso, cuando fue citada por la Directora del
colegio abandonó la lucha doméstica y retomó la lucha a
cielo abierto: llamó a todos sus contactos, encontró trabajo
nuevamente y despachó a su marido.
Ante el Gerente de Ventas, Mouras dijo que acababa de
separarse y que no quería estar lejos de su única hija de
apenas diez años (cuando en verdad lo que quería era visitar
regularmente las relojerías y cuidar a sus clientes con mucho
esmero porque el oficio de relojero tenía los minutos
contados).
Así planteadas las cosas, Rodolfo se vio obligado a adecuar
su organigrama de visitas, cual médico de obra social
en vísperas de fin de año, pues no podría cumplir con la
grilla diaria por primera vez.

Capítulo II
Mauro temió casi a diario desde su ingreso al mundo
supermercadista que alguien del entorno pudiera dejarlo en
“orsai” ante su mujer, con el consabido remate generalizado
de “eso en vida de González no pasaba”.
Muchacho de clase media, ambicioso pero sobradamente
vago, sin demasiadas luces, Mauro hizo una secundaria
mediocre que le llevó como ocho años, y abandonó a comienzos
de segundo la carrera de Ciencias Económicas. En
ese momento, con el respaldo de su tía materna (su madre
había fallecido poco antes), se tomó un año sabático en Estados
Unidos para pensar qué hacer con su vida. Año que
se convirtió en cinco, durante los cuales su padre le giró
dinero. Un poco por ser hijo único, otro poco porque le
duraba el duelo.…Al regresar, probó un año en Derecho, seis
meses en Marketing, y cuando iba a intentar con Ingeniería,
Mauro padre, muy acertadamente, le buscó un escritorio en
su empresa familiar. Bienestar que le duró poco, poquísimo,
pues el padre falleció de un infarto unos meses después.
Tras los cuales vino a descubrir que uno de los socios lo
había estafado, la empresa estaba embargada y su herencia
era inexistente. (Las malas lenguas dijeron, en medio del
funeral, que el verdadero responsable de la desgracia había
sido su propio hijo al haberle causado tantos disgustos.)
Y así fue que el desheredado se decidió a cortejar a una
viuda muy adinerada, a la que había conocido accidentalmente
en la oficina de su padre (y que fuera convocada para
salvar la empresa, algo que el gordito simplón desconoció
hasta el fulminante deceso), a pesar de que le llevaba dos décadas
y no era para nada agraciada. Miriam Inés Fernández,
viuda de González, caminaba como un ánade y tenía un carácter…
… ¿Que qué le vio Mauro? ¡Dinero, dividendos, fortuna!
Que a su padre le habían quitado y él jamás amasaría.
Mauro y Miriam contrajeron nupcias dos años después,
y él se convirtió en el Gerente de Ventas del supermercado
erigido ladrillo a ladrillo por los González, padre e hijo,
dado que la convenció de que tanto su variopinta formación
académica como sus antecedentes laborales le alcanzarían
holgadamente.
Sin embargo, a pesar de lo que pudiera pensarse, no fue
una decisión demasiado temeraria pues el negocio marchaba
casi por sí solo: no sólo los mecanismos estaban aceitadísimos,
sino que muchos empleados habían sido cuidadosamente
seleccionados por el mismo dueño, y el Directorio
estaba compuesto por sus amigos incondicionales.
Ahora bien, ¿qué fue lo que provocó poco tiempo después
las desavenencias en la pareja supermercadista? Pensemos
lo siguiente: Mauro fue a parar a la empresita paterna
tras años de andar a los tumbos como estudiante, durante
los cuales no trabajó un solo día; luego se quedó sin el
patrimonio familiar, lo que lo llevó a casarse con la viuda
con la sola expectativa de administrar su fortuna. ¿Qué
chances tenía, entonces, el gordito simplón de sobrellevar
con eficiencia nueve horas en un entorno totalmente ajeno
a sus intereses? Y no porque la mayoría de los mortales nos
acostemos soñando con las bendiciones que nos deparará
la siguiente jornada laboral, sino porque Mauro Ezequiel
Rivarola Pinedo, como solía presentarse (y así lo hizo con
Miriam Inés Fernández, desde luego), fue siempre de los
que sueñan con alcanzar grandes logros pero sin realizar
equitativos esfuerzos.

Entrega 14 de agosto

Capítulo III
Rodolfo hizo unas cuantas movidas en su grilla-tablero
y logró acondicionar la semana en curso. No pensaba dar
demasiadas explicaciones no fuera a ser cosa que sus clientes
se alarmaran, la mayoría gente de edad avanzada, muy apegada
a sus recuerdos. Y se sentó a esperar pacientemente la
salida de su avión en compañía de Agustina.
—Che, pa, ¿entonces no sabés muy bien cuándo volvés?
—Si es por lo de la cuota, decile a tu madre que no se
preocupe, que no va a cambiar nada. ¿Tenés decidido qué
querés para tu cumple?
—Y, pensé en varias cosas.…La fiesta, las lolas y el viaje a
Disney. Pero te dejo elegir a vos.
—¿¿Cómo, quién te llenó la cabeza, la bruja o tus amiguitas??
¡¡De las lolas olvidate, mocosa, cuando seas mayor
de edad espero que se te acomoden las neuronas, y de las
otras dos, hay que ver precios!! Pero como están las cosas,
me parece que te vas a tener que conformar con un asadito
en la quinta de tu abuelo materno.
La despedida fue corta, cortísima, Rodolfo vio cómo el
uniforme y la mochila de Agustina desaparecían del hall de
Aeroparque en una exhalación como si nunca hubiera ido
a desearle un buen viaje. Mucho menos una feliz estadía
en Córdoba. Pero eso no logró empañar su día pues estaba
acostumbrado a los arrebatos de su hija. Lo que le permitió
distinguir que una de las empleadas del mostrador lo miraba
con disimulo. Y cauto pero no indiferente se sentó en un
sillón próximo a ojear una revista que compró a los efectos
de poder observarla mejor.
Cuando el altavoz anunció la partida de su vuelo, Rodolfo
simuló no escuchar y se acomodó en su improvisada
sala de lectura. Unos segundos después resonaron unos taquitos
presurosos que venían a su encuentro. La dueña de
los zapatos se paró junto a él.
—Señor Mouras, ¿verdad? Mi compañera me pide que
le avise que está por despegar su avión a Córdoba.
—Oh, qué amables son ambas. Estaba enfrascado en la
lectura y no presté atención. Gracias, señorita, ¿o señora?
—Adriana Giovannini, sin compromiso…, quiero decir,…
señorita.
—Un placer, Rodolfo Mouras. Regreso en una semana
y espero que siga igual de libre así la invito a tomar café.
¿Qué le parece?
—Aquí estaré. Nos vemos, entonces. Buen viaje, Rodolfo.
Adriana se alejó casi bordó y con una sonrisa de oreja a
oreja mientras le guiñaba un ojo a su compañera. Mouras,
en tanto, fiel a su costumbre, recogió el arsenal que llevaba
consigo: siempre iba preparado en caso de que explotaran
los planetas.

Capítulo IV
Rodolfo encontró un hotel discreto para alojarse pero
tenía clarísimo que debía resolverlo de otro modo. Su estancia
en la ciudad debía pasar lo más desapercibida posible,
no por el revuelo que ocasionaba siempre la llegada de
un “ejecutivo de la Capital”, sino porque no iba a aceptar
de ninguna manera viajar a Buenos Aires cada veinte días
como le había informado su jefe, debería hacerlo con mayor
frecuencia. Y el único modo de llevarlo a cabo era pasar
inadvertido.
Así que confeccionó una lista de algunos departamentos
estratégicamente ubicados y pasó por la sucursal
del supermercado para no levantar sospechas.
El Gerente Regional esperaba encontrarse con Mauro,
pero fue Rodolfo quien tuvo que plantearle que el Directorio
no estaba conforme con los informes recibidos y que
lo habían enviado a él en comisión para encontrar el problema.
Quiroga escuchó atentamente a Mouras sin manifestar
simpatía alguna (estaba cansado de los tejes y manejes
de la cabecera cuando de reclamos se trataba), y le mostró
la oficina que podría utilizar durante su permanencia. El
Supervisor se despidió hasta el día siguiente argumentando
que no se sentía bien y que a primera hora estaría allí para
comenzar a trabajar duro.
Y en lugar de volver al hotel se encaminó en la dirección
contraria rumbo a la primera inmobiliaria. Estuvo yendo
y viniendo toda la tarde hasta que dio con un monoambiente
amoblado, bastante bien conservado, cuyo alquiler
era accesible. Y lo señó. Tras lo cual se sentó a comer algo
por primera vez desde que aterrizara, lapicera y papel en
mano, para diagramar los inmediatos pasos a seguir. Aun
cuando en un primer momento creyó posible demorar su
regreso una semana, llegó a la conclusión de que sus viajes
de incógnito iban a tener que ser más frecuentes de lo que
hubiera deseado.
Ahora bien, ¿por qué un departamento en lugar del hotel?
Porque un conserje podía conocer (y transmitir) casi
con precisión cronométrica los movimientos diarios de cada
uno de los huéspedes. En tanto nuestro relojero camuflado
pensaba valerse de los inviolables horarios de descanso del
encargado del edificio para concretar sus viajes undercover.
¿De qué otra forma hubiera logrado Rodolfo, si no, visitar
las relojerías a contramano, o más bien a “contrarreloj”?

Capítulo V
Aunque Mauro logró que Rodolfo aceptara viajar a Córdoba
no se quedó tranquilo. Sabía que era un tipo litigioso
por más que se autoproclamara conciliador. Porque Mouras
le ladraba a la luna todo el tiempo: al llegar al supermercado
tras visitar las relojerías, porque parecía una mula a punto
de perder pie en un precipicio; al salir con Agustina, porque
como buena adolescente que era siempre le pedía alguna
cosa extra; al reunirse con amigos, porque era inexorable
que alguno le preguntara si pensaba seguir viviendo a los
saltos; al presentar algún informe, pues siempre alguien había
omitido algún aspecto de relevancia; al llevar la basura
al cuartito correspondiente, porque tenía la mala costumbre
de hacerlo en calzoncillo, cruzándose con la vecina de al
lado, el encargado o la administradora; al viajar en subte,
tren o colectivo, porque no toleraba el tránsito, los choferes,
los semáforos, los peatones.…
Mouras siempre tenía algo para reclamar, algo sobre lo
cual protestar; le resultaba harto difícil admitir sus errores,
sus desaciertos, pero con habilidad singular detectaba las fallas
en los demás. Y desde luego que nunca era el generador
de los conflictos, de las tormentas, no señor, él los padecía
como un desprevenido receptor, como un poderoso imán
de infortunios.
De allí que Mauro estuviera a la espera de que hiciera
alguna movida fuera de lo pactado. Sin embargo, para disimular
su desconfianza, le dijo aquella mañana en Parque
Norte que eligiera el hotel a su gusto. Pero su subalterno ya
se había posicionado dos pasos más adelante: había resuelto
lo de la vivienda transitoria mientras el Gerente de Ventas se
contoneaba en el medio de la pista rodeado de serpentinas
y globos.
Voy a hacer lo que me dijiste pero a mi modo. Pienso ir y venir
lo que sea necesario, así que voy a trasladar mi búnker a Córdoba.
Total con lo que me saldría el hotel me pago un derpa. Eso sí, quedate
tranqui, a vos te tocan sólo los pasajes cada veinte días, pensó
Rodolfo, mientras calculaba ese lunes a qué hora lograría
desembarcar en su primer cliente. El cronograma de visitas
recién sería modificado a partir del día siguiente.
Mientras tanto, el meollo de la insatisfacción de Mauro
pasaba por otra arista: Rivarola Pinedo se aburría. El aburrimiento
se apoderaba de él pues le sobraba demasiado tiempo.
Algo por demás absurdo en el caso de un Gerente de
Ventas que tenía que lidiar con nada menos que cuarenta y
siete sucursales ubicadas en la capital de la república, las que
eran de su exclusiva competencia. Del resto se ocupaba cada
uno de los Gerentes Regionales, quienes debían reportarse
a él. Y para hacer transcurrir las horas lo más rápidamente
posible planificó y puso en práctica dos actividades extraprogramáticas,
podría decirse: ir al campo de golf y no perderle
pisada al Supervisor.
Dado que Rodolfo Mouras llegaba siempre a la oficina
cerca del mediodía, con ojeras y cargado como si estuviera
de mudanza, su jefe repasaba diariamente, una y otra vez, las
situaciones que podrían motivar tal estilo de vida: 1) ¿Sería
tal vez un adicto? No, nunca pareció serlo (ni al alcohol,
ni a sustancias prohibidas), así que eso era lo que primero
descartaba todas las mañanas; 2) Tampoco tenía el aspecto
de ser un hombre con debilidad por los burdeles, por lo que
las mujeres eran eliminadas de la lista de adicciones a continuación.
¿Entonces? “Ah, ya sé, es jugador”, decía el gordito
simplón en un arranque de lucidez y para dar por terminada
la investigación al llegar al punto tres. Pero esa opción tuvo
que descartarla definitivamente cuando se decidió a revisar
los recibos de sueldo y vio que rara vez había pedido un
adelanto en los cinco años que llevaba en la empresa.
Sin embargo, lo que verdaderamente molestaba a Mauro
era que Rodolfo compensaba el horario quedándose casi
a diario hasta el cierre del local. Algo que nunca le había
planteado formalmente y que para Mauro implicaba haber
atravesado “la delgada línea roja”: para el gordito simplón,
el único que allí podía hacer y deshacer era él, Mauro Ezequiel
Rivarola Pinedo (por supuesto, con el consentimiento
de Miriam en la tierra y la bendición de Carmelo González
en el cielo). Con respecto a los horarios o a cualquier otra
cosa. Y para demostrarlo, en caso de que alguien más tuviera
pensado sublevarse, se dedicaba, cada mañana, a recorrer en
actitud severa la casa central, que era donde se hallaba el
Directorio. Quería dejar en claro a todo el escalafón que él
conocía al dedillo los atributos de un buen jefe.
Su ritual consistía, entonces, en destapar alguna gaseosa,
beberla mientras caminaba y observaba atentamente a cada
uno de los empleados, para luego abrir un paquete de golosinas,
cualquiera que hiciera mucho ruido, y volver a recorrer
las góndolas en sentido contrario, con la vista clavada
en el personal a modo de evaluación permanente. Cosa que
era muy sencilla de desmentir desde cualquiera de las oficinas
administrativas del primer piso que obsequiaban una
vista panorámica de toda la planta baja: el gordito simplón,
una vez más, simplemente miraba trastes.
Y luego de descartar aquel día, como tantas otras veces,
cada uno de los posibles motivos que llevarían al Supervisor
a desembarcar tan a destiempo en su puesto de trabajo, el
Gerente de Ventas llegó finalmente a la conclusión de que,
muy lejos de cualquier actividad non sancta, lo más probable
fuera que su subalterno sólo se dedicara al origami o al ikebana.
Pero no iba a parar hasta develarlo.

Entrega 23 de agosto

Capítulo VI
Rodolfo desayunó tranquilo (se había ocupado de hacer
las compras la tarde anterior en la competencia, ¡obviamente!),
mientras ojeaba el diario en su morada transitoria. Y de
pronto se dio cuenta de que hacía rato que habían dejado
de ser las 8.30 porque ya eran las 9.45.
Desaforado como de costumbre, con el mismo envión,
se enjuagó la boca, se calzó los zapatos (esta vez, preventivamente,
ya estaba vestido), se puso la corbata y el saco,
agarró su maletín y cerró la puerta. Todo en menos de cinco
minutos. Desde ya que no llegaría a las 9 a la sucursal,
pero considerando que ese era su primer día en la provincia
mediterránea, esperaba apelar a la comprensión y bonhomía
de su superior ad hoc.
Quiroga estaba parado en el medio del pasillo de la oficina
general, la vista clavada en el reloj de pared, cuando se
abrió la puerta del ascensor. Rodolfo tragó saliva porque
imaginó lo que se avecinaba.
—Qué dice, Mouras. No me diga que es santiagueño
porque por la tonada no se me hace.
—Al menos tiene sentido del humor, jefe, jajaja. No le
voy a mentir, me agarró una descompostura padre del atracón
que me di anoche. Hoy voy a estar a tecito. Bueno, los
papeles me llaman, cualquier cosa lo consulto, ¿le parece?
Rodolfo se dirigió a la oficina que Quiroga le había
señalado el día anterior y cerró la puerta. Colgó maletín y
saco del perchero, se puso los lentes y se sentó al escritorio.
Miró rápidamente las hojas y bufó.
Esta mierda me va a llevar más tiempo de lo que pensaba, si
quiero volver en dos meses voy a tener que apretar el acelerador. No
sé cómo voy a hacer porque acá tengo para nueve horas diarias sin
mover el culo de la silla. Y Maurito se piensa que está en condiciones
de ser Gerente. ¡Decí que te volteás a la viuda que si no, no
pasabas de ser repositor!, pensó.

Capítulo VII
Agustina no dejó de preguntarse ni por un momento
cómo serían los meses próximos. Y no porque fuera demasiado
compinche de su padre, sino porque a su madre
cada día la soportaba menos. Hacía ya cinco años que Betty
Dumas se había separado y seguía protestando contra su ex
como si fuera el primer día. Pero en realidad no tenía de qué,
pues Rodolfo no sólo le pasaba religiosamente una cuota
alimentaria superior a la estipulada, sino que, además, se hacía
cargo del uniforme y de todo el material solicitado por
la escuela privada, libros incluidos, año tras año.
Agustina sabía por sus compañeros, cuyos padres estaban
separados en un altísimo porcentaje, que los viejos se hacían
cargo en la menor medida posible, y más de uno no pasaba
un peso. Entonces, ¿por qué su padre se esmeraba en evitar
cualquier reclamo por parte de su madre si de todos modos
le reclamaba igual? Lo que, sin embargo, le convenía, porque
si él hubiera sido como el resto habría tenido que asistir
a una escuela pública.
Pero lo que verdaderamente la sacaba de quicio era la
actitud de su madre, pues aunque siempre tildó a su ex de
desordenado, delirante, conformista, se quedó cómodamente
apoltronada en los reclamos en lugar de generar su propio
dinero. “Recién volvió a trabajar cuando se separaron,
y se tiró la plata encima como cuando estaba sola, no se
le ocurrió guardarla para festejar mi cumple de 15”, dijo
Agustina muy molesta ante el espejo mientras intentaba sin
demasiada suerte acomodarse el cabello que se había secado
en la dirección errónea.

Capítulo VIII
Miriam se miró, primero, en el espejo de mano que le
alcanzó la peluquera, volteó la cabeza y enseguida se miró
en el de pared, se acomodó un rulo de la frente y asintió
satisfecha. Parecía una peluca de décadas atrás, con un rubio
rabioso a lo Adriana Aguirre y tanto spray que cualquiera
hubiera dicho que tenía un miriñaque en la cabeza. Pero ella
sonrió luciendo su recientemente adquirida dentadura en
uno de los centros odontológicos más prestigiosos del país.
No sin dificultad, destrabó su prominente trasero del sillón
con ruedas, el cual tuvo que ser sostenido por la chica
que la había peinado, se puso el abrigo, colocó la propina
en la chaqueta de la chica y se besaron casi sin rozarse las
mejillas, pasó por la caja, hizo un saludo a lo avant-première
con la mano y se fue. Tras lo cual se escuchó una carcajada
generalizada.
—Ay, Dios, cada vez que viene tiemblo. Siempre me imagino
que voy a tener que rescatarla del piso. ¡Está cada vez
más gorda la ballena esta! La verdad que no entiendo cómo
logró conseguir un marido como veinte años menor con
una matraca de aquellas. ¿Qué le vio el tipo me querés decir?
—El futuro asegurado, eso le vio. Es la viuda del dueño
del súper, ¿no sabías? Pero seguro que tiene sus historias por
ahí y ella las acepta con tal de pavonearse con él...
Miriam abrió la puerta de golpe.
—Nena, ¿me pedís un taxi, porfi? No viene ninguno y
no quiero despeinarme. Parece que me perdí un chiste, ¿por
qué no me lo cuentan?
—Nada, mami, pavadas que se le ocurren a esta cada vez
que se acuerda de que el novio no la atiende bien, ya viene
tu coche, ¿eh? Uy, ahí está. ¡Quedaste divina! Bye.
Cuando Miriam cerró la puerta por segunda vez, la peluquera
miró con odio a la cajera.
—¿Qué preferías que le dijera, que te gustaría conocer
la matraca del marido o que en cualquier momento le salen
pelos de foca?
Y todas volvieron a reír mientras Miriam saludaba radiante
desde el taxi, una vez más.

Entrega 28 de agosto

Capítulo IX
Adriana estaba acodada sobre el mostrador de Aeroparque
muy pensativa, no lograba encontrar la respuesta para algo
que la preocupaba. Estuvo así un par de minutos hasta que
su sonrisa la delató. Bajó la vista y escribió un par de líneas
en su cuaderno. Y de pronto escuchó que alguien tosía levemente
junto a ella. Una señora mayor la miraba sonriente.
—No quise interrumpirte, se te veía muy concentrada.
¿Tal vez una carta de amor?
—Disculpe, cuando estoy pensando me olvido del mundo.
¿¿Carta de amor?? ¡¡No, mucho más importante que
eso!! Estoy tratando de terminar mi primera novela para ver
si me la publican…
Mientras conversaban, Adriana controló el pasaje, pesó el
equipaje y entregó la tarjeta de embarque. La señora sacó de
su cartera un bombón de los que se venden en los kioscos
y se lo entregó y ella le retribuyó con una rosa del florero
que había en el mostrador.
—Gracias, querida, pero se me va a marchitar en el avión.
Conservala, así te inspira. Suerte, señorita escritora —dijo y
se alejó con paso elegante.
Adriana se quedó nuevamente pensativa, esta vez la vista
fija en la silueta que se desdibujaba. Escribió luego “Rodolfo”
rodeado por un corazón y guardó todo en su bolso,
su horario había concluido. Saludó a su compañera y se
alejó caminando despacio, tratando de imitar a la mujer que
acababa de irse. Estaba cansada de ser una simple empleada,
nada despreciable, por supuesto, pero si ella tenía el talento,
la voluntad, las ganas que otros no, ¿por qué iba a privarse
de intentarlo?

Capítulo X
Betty había preparado una rica cena para compartir con
su hija, pollo con arroz a la cacerola que a Agustina le encantaba,
y decoró la mesa con velas porque el inminente
casamiento de una compañera de oficina la había puesto
romántica. Justamente por eso sonaba Serrat en el equipo
de música. Pero de pronto la paz del hogar fue invadida por
una horda de adolescentes que entraron a los gritos y muertos
de risa. Betty se asomó al living con cara desencajada.
Agustina la miró y levantó los hombros.
—Vinimos con los chicos a comer unas pizzas y a ver
una película que alquilé. Ahora compramos cerveza en los
chinos, ¿qué onda?
Betty apenas sonrió y volvió a la cocina. Agustina les
hizo un gesto a sus amigos para que la esperaran y siguió a
su madre.
—En primer lugar, cuando te fuiste al colegio esta mañana
quedamos en que iba a esperarte con la cena. Además,
sabés que no me gusta que vengas con tus amigos sin avisar,
y mucho menos durante la semana. Hoy es miércoles. Y tercero,
linda, vos todavía no tenés permiso para tomar cerveza.
—Mamá, no me rompas, papá me deja tomar y no tengo
ganas de comer pollito, es de hospital. Voy a tomar cerveza
con mis amigos, vamos a comer pizza y a ver tele. ¡Y se van
cuando se les da la gana!
—Tu papá ya no vive acá, así que tomá cuando estés con
él. Y a mí no me das órdenes, ni me avisás lo que vas a hacer,
todavía sos menor, así que me consultás. Te recomiendo que
saludes a tus amigos y les digas que hoy no es posible, porque
si te pensás que porque tu viejo está en Córdoba vas a hacer
lo que quieras, te equivocaste de madre. Asunto terminado.
—¡Esto no está terminado! ¡Me voy con mis amigos, a
mí no me mandás más!
—Como salgas por la puerta del living buscate dónde
dormir esta noche. Y no intentes desobedecerme porque te
va a ir mal, Agustina. La paciencia tiene un límite y la mía
está por agotarse.
Agustina salió de la cocina, se escuchó un cuchicheo en
el living, un portazo y silencio. Betty esperó unos segundos
y se asomó. No había vestigios de que hubiera entrado una
horda de adolescentes poco antes. Cambió el cd y volvió a
la cocina. Se sirvió un plato abundante de pollo con arroz,
una copa de vino tinto, la entrechocó con la botella que
estaba en la mesa, se sentó, y mientras sonaba Frank Sinatra
saboreó lo que había cocinado especialmente para su hija.
Cuando estaba terminando de comer, se escuchó la llave.
Era Agustina y tenía cara de haber llorado.
—Está muy rico, andá a lavarte las manos que te sirvo
un plato. Ah, también te hice jugo de naranja —dijo Betty
y escuchó correr el agua de la pileta del baño.

Capítulo XI
Rodolfo estaba concentrado sobre la mesa del living. No
lograba colocar una pieza diminuta en un fino reloj pulsera
de mujer. Se le escapó de la pinza varias veces hasta que
arrojó todo sobre la franela. Estaba muy cansado. Y lo más
grave era que acababa de llegar a Córdoba. Se levantó molesto
y se dirigió a la cocina a buscar una lata de cerveza. La
abrió y se acercó a la ventana. Mientras bebía, una nena del
departamento de enfrente comenzó a hacerle morisquetas.
Rodolfo dudó unos instantes hasta que empezó a imitarla.
La nena se reía a más no poder. Pero repentinamente apareció
una mujer junto a ella, la madre tal vez, quien lo miró
con reprobación y la alejó de la ventana. Y después se quejan
de que los pibes son violentos o maleducados, pensó.
Se acordó de Agustina. De chica era risueña, muy simpática,
¿qué le había pasado? Se había vuelto quejosa, caprichosa,
peleadora, Rodolfo no entendía por qué. Bueno,
tenía que admitir que vivir sola con su madre no le había
resultado nada fácil, su ex nunca había sido una mujer fácil
de tratar, mucho menos de llevar. De todos modos, su hija
tampoco era un cascabelito así nomás. Siempre había tenido
su carácter. Y claro, carácter por un lado y por el otro, no
había forma de descomprimir.
Cada vez que Betty se quejaba de Agustina era Rodolfo
quien ponía paños fríos a la cuestión. Y lo mismo a la inversa.
Pero eso fue durante los primeros tiempos, porque con
el correr de los años se hartó de tener que reestablecer la
paz en la aldea. Ahí fue cuando empezaron las verdaderas
desavenencias entre ellas, a las que más tarde se sumaron las
de él y su mujer, lo que los llevó finalmente a la separación.
Y así como él dejó de preocuparse porque las cosas anduvieran
bien entre ellos (entre todos ellos), Betty hizo lo propio,
con lo cual el desinterés fue absolutamente compartido.
Lo que Rodolfo nunca logró comprender fue el planteo
de ella con respecto a su personalidad, que definió como
“existencial”. ¿Por qué tanto escándalo porque él fuera un
desorganizado, un soñador? Si ella había tenido siempre todas
sus necesidades cubiertas, ¿cuál era el verdadero reclamo
de Beatriz? ¿Que inventara historias para contarle a su hija
en lugar de sacarlas de los libros de cuentos? ¿Que le propusiera
soñar en lugar de conformarse con la vida cotidiana
y rutinaria del resto de los seres humanos? Porque si bien
él no había llegado demasiado lejos, al menos había encontrado
algo que lo apasionaba, y eso era lo importante en la
vida, según su creencia más íntima: no el hecho de destacarse
entre los demás, sino el hecho de sentirse realmente bien
con lo que había elegido.
Eso era lo que Rodolfo había querido inculcarle a Agustina,
que resultaba justo lo opuesto a lo que proponía su ex.
Porque para Betty, ser alguien en la vida consistía en haber
abandonado el anonimato, haber logrado el reconocimiento
del resto, lo que garantizaba que uno era valioso; sentirse
bien respecto de lo que uno había elegido como destino
pasaba a un rotundo segundo plano.
Rodolfo nunca entendió cómo Betty consideraba que
se podía sobresalir así nomás. Sobre todo porque su ex jamás
usó la misma vara para sí que para el resto. Y para demostrárselo,
le preguntó en una ocasión por cuál de todas
las cosas que no había hecho, que no había intentado, que
había abandonado o que no había cumplido debía ser reconocida.
Lo que, indudablemente, los llevó a una situación
de alto voltaje, que marcó el principio del fin de la relación
marital.

Entrega 5 de septiembre

Capítulo XII
Adriana Giovannini tenía unos días de vacaciones pendientes
del verano anterior y consideró tomárselos para
ajustar las últimas ideas de su primer hijo literario. Estaba
muy entusiasmada con publicarlo, no porque algún editor
le hubiera dado luz verde al respecto, sino porque poseía
una cualidad fundamental que aplicaba en todos los órdenes
de su vida: la tenacidad. Y esta vez no iba a ser distinta aun
cuando la edición corriera por su cuenta.
De pronto se acordó de la tapa, la cual había caído absolutamente
en el olvido. Todavía no había determinado qué
imagen quería, si una que fuera capaz de transmitir el mundo
que ella había imaginado, o una hermosa foto alusiva y nada
más. Pero la decisión no era sencilla, pues la tapa era su carta
de presentación en sociedad como escritora (o aprendiz de,
al menos). Debía tomárselo muy en serio y comenzar a pensar
en ello porque no iba a resolverlo así como así.
Y se acordó de Rodolfo. ¿Volveré a verlo?, pensó mientras
se ponía unas gotitas de perfume. Luego tomó sus cosas, dio
una última mirada a su departamento, como buena obsesiva,
y salió rumbo a su jornada laboral soñando con gestionar su
temporaria libertad.

Capítulo XIII
¡Quién lo hubiera dicho! Es cierto que siempre ha habido
maridos que no se toleran entre sí aun cuando sus
esposas son muy amigas, así como también se ha verificado
la situación inversa. ¿Pero tenía que sucederles justo a ellas,
y justo en ese momento?
Miriam y Betty se habían conocido hacía un año en
la casa de una amiga en común. La mujer había estrenado
recientemente su quinta década y decidió tirar la casa por
la ventana. Invitó a amigas íntimas y no tanto, a compañeras
de trabajo y a conocidas de los más diversos ámbitos. Fue
un aquelarre que convocó a unas cuarenta féminas que no
desaprovecharon el tiempo ni la saliva en comentar, describir,
fabular y concluir acerca de cuanto cristiano se pusiera
sobre el tapete esa tarde. Hubo risas y discusiones acaloradas
también, en algunos puntos “las chicas” no lograban ponerse
de acuerdo.
La cosa es que “nuestras chicas” hicieron de inmediato
buenas migas. Y en un momento dado se separaron del grupo
y comenzaron a conversar más íntimamente, sin perderse,
desde ya, lo que a pocos metros ocurría.
Luego de compartir por varias horas un catering de los
mejores, en un departamento en el piso veintiuno con vista
al Río de la Plata, la reunión se fue disgregando de a poco.
Miriam, entonces, se ofreció a alcanzar a Betty. En el auto
siguieron conversando por otra media hora, ¡aún tenían
tema! Y al llegar a destino, intercambiaron teléfonos para
seguir en contacto.
Cuando hicieron el balance del día al acostarse, ambas mujeres
arribaron a la misma conclusión: no sólo la reunión había
resultado un éxito, sino que había nacido una nueva amistad.
¡Qué lejos estaban “nuestros muchachos” de imaginarlo...!

Capítulo XIV
Como todo llega, a Rodolfo le llegó el momento. Juntó
sus variadas bolsas y bolsitas, armó su bolso de relojero camuflado
una vez más, consultó su reloj pulsera que, obviamente,
estaba en hora, llamó a un taxi y se metió un chicle
en la boca. ¿Cómo haría para poder sobrellevar esta doble
vida que tan milimétricamente había planeado gracias a su
grilla-tablero? Porque hacerlo anclado en Buenos Aires ya
requería de bastante cintura, nunca imaginó que su futuro
fuera a demandarle dotes de equilibrista, así que su primer
viaje de incógnito lo tenía muy inquieto pues sabía que era
un riesgo por más que intentara minimizarlo.
Por suerte, aquel malentendido inicial con Quiroga estaba
superado, pero Mauro no era hueso fácil de roer. Rodolfo
sabía que el golf no lo distraía lo suficiente por lo que tendría
que esmerarse para evitar que lo descubriera. Y mientras
repasaba a los clientes que debía ver uno tras otro, intercambiando
unas pocas palabras para cumplir con el objetivo
prefijado sin resultar grosero, miraba la pared manchada del
living. Sí, debía ser harto cuidadoso, Rivarola Pinedo podía
convertirse en un enemigo poco conveniente.
Un rato después, cuando el relojero devenido Supervisor
se abrochó el cinturón de la butaca todavía conservaba el
chicle, su ansiedad era más fuerte que la goma insípida. Hasta
que el avión aterrizó en destino, no dejó de atenazarlo
el sentimiento de que había omitido algún paso de la larga
cadena, aun cuando los había revisado a todos y cada uno,
sin cesar, durante los días previos.

Entrega 11 de septiembre

Capítulo XV
Mauro cortó molesto, no le hizo gracia el comentario
del Gerente Regional. ¿Por qué Rodolfo se había tomado
tanta confianza? ¿Acaso no tenía claro que en Córdoba había
problemas, que el Directorio estaba furioso? ¿Qué era
eso de que el día anterior había trabajado hasta tarde y que
recién regresaría a la oficina después de las cuatro...? Rodolfo
se estaba abusando. Y se estaba buscando una sanción
también. Cinco años de antigüedad no le daban derecho a
manejar el cargo a su antojo.
Claro, el descargo de Mouras sería que la única condición
que había impuesto había sido aceptada sin reparos, a
pesar de lo cual armó su equipaje en tiempo récord para
poder atender el incendio que parecía avecinarse. Pero, además,
Rivarola Pinedo también sabía que iba a amurallarse
tras el argumento de que en el Interior esperaban al Gerente
de Ventas, no al Supervisor.
Sin embargo, siguiendo en su línea unidireccional de
pensamiento dejó de lado las argumentaciones de su subalterno
para abocarse a “sus” reclamos personales. Y haciendo
un leve balanceo de cadera le pegó con la punta
del paraguas a un bollito de papel que había en el piso. La
pelotita dio contra la ventana que chorreaba agua a más no
poder. Mauro apoyó la nariz contra el vidrio. Ufa, me quedé
sin jugar. Y sin entrenamiento voy a perder el handicap, pensó.

Capítulo XVI
Agustina trató de espiar la hoja de su compañera de adelante
pero no llegó a ver nada, la profesora la miraba severamente.
No había estudiado para la prueba de Lengua, le
iban a poner un uno. Trató de recordar lo visto durante las
últimas clases pero se le había formado un océano en medio
de la cabeza, andaba a la deriva en frágiles balsas a punto de
naufragar. Como la diferencia entre sujeto y predicado, por
ejemplo, lo más básico de todo. ¿Si lo venía viendo desde
la primaria? No recordaba si en cuarto o quinto grado, ¿o
ya en tercero?, pero hacía muchos años y no tenía casi idea.
Cosa que le preocupaba bastante por más que sus padres
nunca habían sido demasiado exigentes pues la situación se
le estaba escapando de las manos... Pensándolo bien, Betty
se había vuelto bastante machacona desde la separación.
Pero no había caso. Su cerebro parecía un limón exprimido.
Y justo cuando iba a rendirse y se incorporaba para entregar
la hoja en blanco, vio que alguien estaba parado a su
lado. Levantó la vista sorprendida, era la profesora que la
miraba indulgente. Agustina se puso colorada y apenas sonrió.
“A ver, Mouras, qué nos pasa hoy, ¿te bloqueaste? Sabés
que necesitás un ocho, ¿verdad? Bueno, vamos a tratar juntas
porque no tengo ningún interés de que te vayas directo
a marzo”, le dijo la mujer. El resto de la clase comenzó a cuchichear.
“La Atolaguirre”, como la llamaban sus alumnos
desde siempre, se dio vuelta y se bajó los lentes. Eso bastó
para que el murmullo cesara de inmediato. “Aprovechen y
escuchen todos, porque esto es como una clase de apoyo
de las que tenemos los martes en séptima hora. No es favoritismo,
Ramírez, es pedagogía, lo digo antes de que me
vengas con tus reclamos, que para eso sos un balazo, pero
para estudiar no precisamente”, sentenció la profesora. A lo
que todo el curso estalló en carcajadas.

Capítulo XVII
Adriana terminó de atender a un pasajero y le dijo algo
a su compañera. Cruzó el gran hall de Aeroparque, se acercó
al mostrador de la confitería y pidió un café con leche.
Mientras lo bebía, conversaba con el personal. Dio el último
sorbo, se limpió los labios con una servilleta de papel y
al girar el rostro se le iluminó. “Como ves soy un hombre
de palabra, aunque tuve que adelantar un poco el viaje; pero
no me esperaste para tomar café”, reclamó Rodolfo. Ambos
se echaron a reír.
Se quedaron conversando durante unos pocos minutos,
los suficientes para que se acumularan algunas personas
frente al mostrador de la aerolínea. Tras un fugaz beso en la
mejilla se despidieron, Rodolfo le prometió que tomarían
algo juntos antes de regresar esa misma tarde a Córdoba.
Adriana no entendía por qué ese hombre le gustaba tanto
si apenas lo conocía.
Al regresar a su puesto la esperaba un señor mayor muy
malhumorado porque su secretaria no había conseguido
la butaca en clase Business que él quería. La compañera de
Adriana intentó explicarle que ya había sido reservada con
mucha anticipación pero el buen hombre no aceptaba negativas.
Insistía con que era un cliente vip y eso tenía sus privilegios,
ante lo cual Adriana encontró una solución mágica.
Le ofreció un asiento en Primera haciéndole una bonificación
más que interesante. Pero el viejo testarudo no quería
dar el brazo a torcer y comenzó a vociferar, utilizando algún
que otro epíteto y remarcando la ineficiencia de ambas mujeres.
Adriana, entonces, con los ojos achinados y la lengua
casi sibilante le dijo que se vería obligada a denunciarlo por
acoso. ¡Santo remedio! El hombre puso su tarjeta de crédito
dorada sobre el mostrador y pesó la valija sin chistar.

Entrega 18 de septiembre

Capítulo XVIII
Betty estaba sorprendida de cuánto se había acercado a
Miriam. Era cierto que no tenía demasiadas amigas porque
siempre había sido de carácter fuerte, incluso de mal carácter...
En realidad podría decirse que era de carácter áspero,
más bien, porque en general tenía la (mala) costumbre de
decir lo que pensaba.
El tema era que la supermercadista también tenía esa
misma costumbre, lo que les permitía expresarse libremente.
Al punto de decirse lo que pensaba la una de la otra. Y el
acercamiento se había producido, justamente, a partir de ese
aspecto tan poco feliz compartido. (Que ubica a quien lo
practica en una posición harto riesgosa, pues la sinceridad
puede acabar en “sincericidio”, con la consecuente pérdida
de amistades.)
Sin embargo, estas dos mujeres tan disímiles y que jamás
podrían compartir una salida de a cuatro con sus respectivos
(no sólo por las mutuas diferencias de estado civil),
habían logrado tejer un vínculo bastante estrecho. Pues,
además de la característica señalada, las dos eran muy buenas
escuchas. Cada una, a su debido turno, ponía con to60
tal incondicionalidad la oreja respectiva para permitir el
desahogo de la otra. Ya fuera debido al hombre en cuestión,
los contratiempos laborales, el encontronazo con algún
vecino, la situación nacional o internacional. En el único
ítem que Betty llevaba la delantera en los lamentos era en
la maternidad, pues Miriam no había tenido hijos. Sin embargo,
algunas de sus apreciaciones habían sido por demás
acertadas. “Mirá, la adolescencia nos tocó a todos, así que
respirá hondo; si querés te paso el número de una profesora
de yoga excelente, pero ya se le va a pasar” había dicho en
alguna ocasión.
Su nueva amiga era una de las pocas personas que le
hacía de cable a tierra, cada vez que se reunían recuperaba
algo de la serenidad perdida. Betty no pasaba por su mejor
momento. Agustina estaba muy belicosa desde que su padre
había tenido que viajar por trabajo. Claro, no estaban
acostumbradas ninguna de las dos, por lo que así como la
hija creía que podía manejar su vida a su antojo gracias a la
ausencia paterna, su madre se veía obligada a estrechar los
límites para no perder autoridad. Y este equilibrio más bien
inestable le generaba un sinnúmero de malestares, como
rabietas, migrañas, contracturas varias, insomnio, problemas
gástricos, entre otros.
“La verdad creo que sos una de mis mejores adquisiciones
de los últimos cinco años”, le confesó a Miriam uno de
los tantos sábados al mediodía que coincidieron, tras lo cual
se echaron a reír y brindaron.

Capítulo XIX
Rodolfo logró visitar a todos los clientes que correspondían
a ese día y los dos anteriores, quienes se sorprendieron
al verlo llegar a destiempo por primera vez en años. Les explicó
que se trataba de un reacomodamiento de personal en
el supermercado y que todo volvería pronto a su cauce. No
estaba seguro de que le hubieran creído pero alguna excusa
debía esgrimir para evitar cualquier duda a toda costa.
Cuando terminó con la última relojería estuvo tentado
de ver a Agustina pero de inmediato cambió de opinión.
Si tan rápido se salía del plan prefijado, en cualquier momento
podía ser descubierto. Al fin de cuentas, Agustina
hacía mucho que había dejado los pañales, su padre no iba a
perderse ni sus primeros pasos ni sus primeras palabras. Y en
su lugar decidió llamar a su madre desde un locutorio pues
ya habían transcurrido más de quince días desde la última
vez. Imaginó la conversación por adelantado y eso lo puso
de muy mal humor. Elvira nunca había entendido su pasión
por los relojes, mucho menos su puesto de Supervisor en
Mundocompras. ¡Justo ella, la esposa del oscuro empleado
municipal, había resultado una madre exigente! No, mejor
lo dejaba para la próxima.
Sentado en un bar anotó: “repuestos a comprar para
relojes martes-miércoles-jueves”. Y de pronto sintió un
nudo en la boca del estómago: ¿lograría revisarlos a tiempo?
El lunes siguiente estaría nuevamente en Buenos Aires y
debía conseguirlos.
Pero Rodolfo nunca había sido aventurero, y tal situación
lo incomodaba. Tanta reserva y tanto cuidado se
debían a que, simplemente, tenía una segunda actividad
rentada que no había sido capaz de declarar. O tal vez había
sido conveniente no declarar al principio, y conforme se
dieron los acontecimientos tampoco resultó recomendable
hacerlo después.
¡Qué ironía, parecía que se trataba de mujeres, una su
esposa y la otra su amante! Sin embargo, su cotidianidad
distaba mucho de asemejarse a una doble vida. (Al menos,
en ese sentido.)

Entrega 25 de septiembre

Capítulo XX
Mauro tomó una decisión muy importante esa mañana.
Tras mirarse desnudo en el espejo de la habitación tuvo
que admitir que tenía bastante más abdomen que el verano
anterior y varios kilos de más también, por lo que no sólo
iba a verse obligado a dosificar la cerveza y la picada en la
cancha de golf sino que, además, iba a tener que inscribirse
en un gimnasio. A la gorda le encanta como estoy, claro, total ella
es una foca, pero a mí me enferma, yo era un tipo flaco hasta que
se me ocurrió invitarla a salir. Bueno, no te quejes, Maurito, que
gracias a eso y lo que vino después tenés 4x4, una cuenta en el
banco y muchos etcéteras, pensó.
Cuando desayunaba en el bar de la esquina del supermercado
vio pasar a varias personas con atuendo deportivo. Poco
después se encaminó en esa dirección y descubrió un lugar
que no conocía, un instituto en el que se ejercitaban varias
actividades físicas, tanto occidentales como orientales. Subió
las escaleras, lo recorrió, averiguó lo que le interesaba y se
inscribió. En principio iría dos veces por semana y, si el cuerpo
y las ganas lo acompañaban (sobre todo las ganas, porque
no era un hombre muy constante para todo lo referido a las
obligaciones, fueran cuales fuesen), aumentaría a tres.
Destinó la tarde a practicar en su oficina con un palo de
golf que ya no usaba y una pelotita de goma, pues la cancha
continuaba embarrada. Dio una breve recorrida por la planta
baja sin consumir ni gaseosa ni galletitas, lo cual significó
todo un logro en Rivarola Pinedo. ¡Hasta había hecho el esfuerzo
de atragantarse con un té después del almuerzo! En
lugar del consabido café con crema que no evitaba ningún
día (una de las pocas costumbres en común con su mujer).
Hacia el final de la jornada, antes de partir rumbo a su
casa, lo llamó a Rodolfo. Quería pedirle explicaciones sobre
esos horarios estrafalarios de los que le había hablado Quiroga.
Y como era de preverse, el celular de Mouras estaba
apagado. Pero como gracias a la evolución de la humanidad
también existe hace mucho tiempo la computadora,
el Gerente de Ventas lo pudo resolver de forma sencilla y
expeditiva: le envió un mail bastante poco amistoso a su
subalterno, con carácter de urgente. Evidentemente, la estadía
en la provincia mediterránea no iba a resultar para nada
armónica.

Capítulo XXI
Adriana venía descontando minutos como si fueran pétalos
de margarita hacía horas. Desde que Rodolfo se paró
detrás de ella, a las 10.30. Atendió a muchas personas, amables
y de las otras, como el señor malhumorado, pero su
cabeza siempre estuvo en ese hombre que por un motivo
inexplicable la tenía totalmente pendiente. ¿Sería este, por
fin, el candidato que la salvaría de convertirse en una solterona?
Porque a este ritmo, si llego a tener hijos me van a decir
abuela, se dijo, al filo de su cuarta década.
No faltaba demasiado para que saliera el vuelo con rumbo
a Córdoba. Miraba a lo lejos tratando de imaginar dónde
estaría, preguntándose si sería un buscavidas, si sería fóbico
a las mujeres aunque simulara lo contrario, si tendría esposa
y veinte hijos. Familia no tiene, me dijo que es libre, aunque el
otro día lo acompañaba una chica con uniforme. ¡Mirá si es narcotraficante
y quiere una gila como coartada, jajaja! Esto de escribir
da para todo, pensó.
Con cierta resignación se dirigió hacia el baño. Se demoró
ante el espejo peinándose una y otra vez. Se puso una
vincha, después una hebilla, probó con un moño, hasta que
se soltó el cabello molesta. Y cuando salía por la puerta decidida
a sobrellevar lo que restaba de su jornada, la esperaba
un ramo de flores adosado a una mano. “¿Y, tenés ganas de
tomar café conmigo todavía?”, le dijo él. Por supuesto que
todavía tenía ganas. Más ganas que antes.

Capítulo XXII
Rodolfo llegó a su oficina transitoria cerca de las 7 p.m.,
bastante después de lo que había estimado, y cuando se acomodó
lo suficiente sintió un golpecito en la puerta. Era
Quiroga, quería avisarle que en Buenos Aires estaban intranquilos
con cómo estaba manejando sus horarios, había
recibido un llamado esa mañana. Macanudo el cordobés, la
próxima le traigo algo, pensó. Claro, el mail de Mauro era casi
un ultimátum, por eso el otro había sido tan solidario. ¿Era
necesario que divulgara la interna que tenían? ¿Por qué no
abandonaba esa infame costumbre de enviar los reclamos
con copia?
El relojero undercover, entonces, mientras bebía sorbo a
sorbo el café que se había servido de la máquina, elaboró
la respuesta mentalmente en los términos más formales y
fríos que pudo encontrar, poniendo absoluta distancia con
su jefe directo. Arrojó con bronca el vasito descartable al
cesto de papeles y se dispuso a responder, sin dar ninguna
explicación a ninguno de los interrogantes de Mauro a excepción
de los estrictamente laborales. Sí, había problemas
en la sucursal; sí, había planillas que no coincidían con los
arqueos de caja; por lo cual ya les había avisado a los cajeros
que necesitaba reunirse con ellos, además de que el resto
del personal estaba pendiente de lo que pasaría pues había
dos mujeres que deseaban ascender. ¡Ah, se me acaba de ocurrir
algo buenísimo, le voy a mandar por correo un informe super
detallado. ¡¡Se va a querer matar, jajaja!!, se dijo.
De pronto sonó su celular, era Adriana. A Rodolfo se le
dibujó una sonrisa en la cara. Pocos minutos después volvió
a sonar. Con la sonrisa aún colgada atendió, esta vez
era Betty. Su ex estaba muy alterada pues Agustina se había
vuelto inmanejable. Tenía varias materias en la cuerda floja
y no se sentaba a estudiar lo necesario. Por lo que era hora
de que el padre tomara cartas en el asunto.

Entrega 15 de octubre

Capítulo XXIII
Mauro terminó sofocado, la rutina en el gimnasio le había
resultado demasiado exigente. Acababa de empezar y
ya estaba arrepentido, quería darse de baja. Estaba en esas
cavilaciones cuando se le apareció repentinamente una rubia
infartante. Rubia teñida pero rubia al fin. Unas curvas
que cortaban el aliento y provocativa como ninguna hasta
ahora. Tenía aproximadamente su edad, año más año menos.
Esa imagen bastó para que el gordito simplón cambiara de
idea al instante. Eso, y la sonrisa libidinosa de la rubia, que se
pasó la mano por el escote de la musculosa de lycra mientras
lo miraba.
De pronto retrocedió en el tiempo, tenía quince años. Y
recordó aquella noviecita de la escuela secundaria. ¿Cómo
se llamaba? ¡Oriana! Una morocha esbelta muy desarrollada
para su escasa edad. Ella tenía casi dos años menos pues era
una de las más chicas del curso. Además, Mauro estaba en
tercer año y Oriana en segundo. Durante el primer cuatrimestre
se miraron disimuladamente hasta que llegaron las
vacaciones de invierno. En ese período hubo algunos cumpleaños
en los que coincidieron, lo que motivó un notorio
acercamiento. Finalmente, para el 21 de septiembre, Día de
la Primavera, varios cursos de la escuela festejaron en un
recreo del Tigre, momento más que propicio para que floreciera
el amor adolescente. La cosa no pasó a mayores pues
estaban acompañados por decenas de congéneres, pero fue
su despertar sexual. Ninguno había pasado siquiera por los
escarceos previos a una relación amorosa, así que descubrieron
juntos ese mundo aquel día inolvidable.
Pero la felicidad dura poco. Mauro vio reflejado en el vidrio
a un morocho inmenso que estaba parado justo detrás,
por lo que la rubia salió disparada al salón. Y al girar sobre
sus talones se topó con una cara muy fiera y 1,95 metro de
puro músculo. Al borde de hacerse encima, lo esquivó y se
encerró en un excusado. Pasaron varios minutos antes de
que se animara a asomar la cabeza y, acto seguido, desapareció
lo más sigilosamente que pudo.

Capítulo XXIV
Betty estaba mirando fijamente la vidriera de una joyería.
El cumpleaños de Agustina se acercaba y no sabía
qué regalarle a su propia hija. No era una chica sencilla en
ningún aspecto, por lo que ninguno de sus padres sabía qué
la haría saltar de alegría. O al menos qué podría gustarle
verdaderamente.
Sin entusiasmo, entró al negocio y preguntó por varias
pulseras, una más linda que la otra. Se probó algunas pero
ninguna la convenció lo suficiente. Miró anillos, colgantes,
relojes, aros, pero nada. Después se entretuvo con una vitrina
en la que había piedras semipreciosas, cada variedad tenía
una tarjeta en la que figuraba el nombre, la procedencia y
una pequeña historia. A Betty todo le llamaba la atención,
¡cuán diferentes eran con su hija! Si hubiera sido su cumpleaños,
no habría sabido qué regalarse de tantas cosas que
le gustaban. Por el contrario, trataba de imaginar si a Agustina
habría algo de ese negocio que pudiera conmoverla.
Casi lo dio vuelta en el afán por resolver lo que había traído
entre manos. El dueño, un hombre mayor muy amable
que tenía ganas de conversar, no perdió la calma durante
el tiempo que Betty lo tuvo de acá para allá (alrededor de
media hora), a pesar de lo cual ella le regaló su mejor sonrisa
y se excusó por no poder decidirse.
Y al abrir la puerta del negocio chocó con Adriana, que
estaba aferrada a la manija y se golpeó la frente al trastabillar.
Betty se deshizo en disculpas y se alejó muy avergonzada,
en tanto el hombre le alcanzó a la damnificada un vaso con
agua para que superara el percance.

Capítulo XXV
Adriana permaneció observando a Betty hasta que desapareció
de su vista. No sabía precisar qué pero algo había
llamado su atención. Un halo en aquella mujer le resultaba
familiar. ¿Los ojos, la mirada más bien, tal vez la boca, o quizás
la nariz medio respingada? Giovannini no lograba dar
con aquello que la había dejado congelada en tiempo y lugar.
De pronto, un perfume muy agradable invadió la habitación,
ella lo conocía muy bien. El perfume de la pipa de
su abuelo. Pero su abuelo había muerto hacía mucho. Y al
darse vuelta, el señor mayor de la joyería exhaló una bocanada
de humo en forma de anillo que comenzó a ascender
lentamente hacia el techo. Adriana miró maravillada su
ascenso celestial y, como cuando era chica, quedó inmóvil
hasta que el anillo se deshizo. ¡Cuántos recuerdos! No todos
buenos, como en toda familia, pero sin duda imborrables. El
humo de la pipa era el hilo conductor al pasado. El tanque
australiano, los higos, las vides, las montañas, los atardeceres,
la casa solariega, las vacaciones, los primos.…
Recién ahí ambos cruzaron miradas. El hombre tomó
una cafetera del mostrador y sirvió dos pocillos. ¿En qué
momento la había traído? La bandeja debió estar de antes
con todo el servicio... De todos modos no importaba. ¡El
café estaba delicioso, y el perfume que emanaba del tabaco
era sublime!
Adriana hizo apenas un gesto en dirección de una pulsera
de nácar bellísima que estaba debajo del vidrio, igualita a
una que le había regalado su abuelo y que ella había perdido
en la última mudanza. Un segundo después se la estaba probando.
Su cara de felicidad lo dijo todo. Se la llevaría puesta.

Entrega 25 de octubre

Capítulo XXVI
Miriam estaba furiosa: no sólo encontró el atuendo deportivo
de su marido todo mojado dentro del bidet, sino
que descubrió el carnet del gimnasio junto a los antihistamínicos
de Mauro. ¿Dónde acabaría eso? Hasta ahora se había
sentido segura pues le había dado todos los gustos, pero
parecía que a él no le alcanzaba. Si lo que quería era llevar
la misma vida que cuando era soltero, lo libraría a la buena
de Dios tan rápidamente como le había dado alas. Que le
quedara bien clarito: con ella no era posible un touch and go.
La viuda de González no era precisamente una mujer
exigente, demandante, pretenciosa, sino todo lo contrario.
Conocía sus límites. No sólo los físicos sino también los sociales,
pero sobre todo los intelectuales. Si Mauro Ezequiel
Rivarola Pinedo había sido un estudiante mediocre y un
hombre bastante poco afecto al trabajo, Miriam Inés Fernández
no era del todo diferente. Abandonó en tercer año la
escuela de comercio al contraer hepatitis pero no la retomó
al curarse. La excusa fue que extrañaba a sus compañeras,
que estaban un año adelante, a lo que su padre le respondió
que si no tenía pensado seguir estudiando entonces debía
ir a trabajar. Para lo cual hizo un cursito de mecanografía y
taquigrafía en las famosas academias Pitman y desembarcó
en Mundocompras gracias a un aviso clasificado del diario.
La madre, española a la antigua, no emitió palabra tras los
dichos de ninguno de los dos. Que se arreglaran entre ellos.
El resto de la historia se puede deducir con facilidad. Tras
ser secretaria de Carmelo por algo más de dos años, con
apenas diecinueve cumplidos, se convirtió en “la señora de”
autorización paterna mediante.
González le llevaba veinticinco años, era un solterón bon
vivant que decidió sentar cabeza cuando conoció a Miriam.
Y aunque hablaron de tener descendencia nunca llegaron
los hijos. No se supo quién de los dos no podía pero tampoco
decidieron averiguarlo. Se limitaron a vivir el presente
cuidando y engrandeciendo el imperio que había construido
el viejo González, padre de Carmelo, hijo único millonario
que se desvivió por su mujercita a lo largo de las tres
décadas que estuvieron juntos.
Por lo que su viuda no iba aceptar bajo ningún concepto
que su actual marido siguiera disfrutando de los beneficios
de su casamiento si tenía pensado ignorarla a partir de
ahora. Y al imaginar a Carmelo mirándola severamente se
persignó.

Capítulo XXVII
Agustina no sospechaba ni por asomo lo que se le venía
encima. Estaba convencida de que ser hija única le facilitaba
la vida pero se equivocaba de medio a medio. Su
madre no era lo que se dice maternal, y su padre no había
querido tener hijos. Siempre fue muy independiente así
que se negó rotundamente durante años a prestarse a la
paternidad. Pero Betty quedó finalmente embarazada y no
hubo más remedio. “Deshacerse de” no entró en los planes
de ninguno de los dos, y de repente se encontraron comprando
el ajuar del bebé.
Y aunque no quisieron saber el sexo, descontaron que
era varón. Así que cuando nació la chancletita debieron salir
a las corridas a reponer todo. O casi. Por suerte, una prima
hermana de Betty acababa de parir un hermoso vástago y
tuvieron a quién dárselo. Estableciendo un trueque, desde
ya: Mouras jamás fue naturalmente dadivoso (¡y mucho
menos si el objeto era a estrenar!), ni siquiera de chico. Alquilaba
sus autitos cuando jugaban carreras y con el dinero
obtenido se compró su primera bicicleta.
Todo lo cual debería haberle señalado a Agustina que
su recién adquirido aplazo en Lengua la ponía contra las
cuerdas. (Ya se había llevado directo a marzo otras dos materias:
la famosa Matemática e Inglés, esta última por vaga,
¡si fue durante toda la primaria a escuela bilingüe!). Pues
por más que la profesora la citó reiteradamente a las clases
de apoyo con vistas a la última evaluación del año, dado que
Agustina no concurrió pero tampoco abrió un solo libro en
los días previos, convencida de su autosuficiencia al respecto,
la mujer no pudo hacer magia.
¡Y pensar que la noche que llegó a su casa con sus compañeros
el objetivo era estudiar para la mencionada asignatura!
Plan que fue modificado en el corto viaje en ascensor
al recordar la anfitriona que la película alquilada estaba aún
sin ver. Algo por demás previsible en la mente febril de todo
adolescente, cuyas prioridades arrancan en lo que le gusta,
siguen en la misma dirección, y acaban sin sufrir vaivén
alguno. Ergo: la noche en cuestión no resultó propicia para
ajustar ciertos conceptos que a la mañana siguiente hubieran
evitado las irreversibles consecuencias apuntadas.

Capítulo XXVIII
Betty se sentó frente a su computadora y se perdió en
sus reflexiones mientras observaba a sus compañeros de oficina.
No podía dejar de reconocer que haber recuperado
su independencia económica tras su separación-divorcio la
llenaba de satisfacción y de tranquilidad. Satisfacción por
haber sabido reinsertarse en el sistema tras diez años de alejamiento,
considerando que el mundo cambia cada día a
pasos cada vez más agigantados. Y tranquilidad pues a pesar
de que la cuota que le pasaba su ex cubría las necesidades de
su hija, ella bien sabía que la situación podía cambiar en un
abrir y cerrar de ojos. Lo supo siempre, desde que Rodolfo
entró a Mundocompras y no declaró su otra actividad.
Pero el zumbido del teléfono la arrojó de vuelta en la
realidad. Se acercaba fin de mes y su jefe quería dejar todo
listo antes de comienzos de diciembre. Todos los años pasaban
por lo mismo. No podía hacerlo con calma en los
primeros días del último mes del año, no señor, tenía que
ser en los últimos días del mes anterior. Por si acaso. ¿Cuál
acaso?, se preguntaba Betty cada vez que la situación se
repetía. ¿Podría desatarse una guerra nuclear? ¿O tal vez
los extraterrestres nos conquistarían finalmente? ¿O más
bien algún cónclave secreto determinaría un nuevo orden
mundial que entorpecería las estadísticas de Baamonde y
Asociados...? Porque de eso se trataba: sólo estadísticas. De
cuánto había entrado mensualmente, de cuánto había salido
mensualmente, de qué colores mes por mes, de qué
talle mes por mes, y así ad infinitum. “¡Vendemos zapatos,
por Dios, sólo zapatos!”, dijo crispada mientras retorcía un
pañuelito de papel.
Tras lo cual volvió a sonar su teléfono. Presurosa se dirigió
al toilette y se tomó unos instantes para serenarse. Al
regresar, un par de compañeras le avisaron que el jefe la estaba
reclamando con urgencia. Betty, entonces, tomó unos
papeles, bebió unos sorbos de agua para prolongar el momento,
se calzó los zapatos (había olvidado ponérselos en su
huida) y allá fue.
Sin lugar a dudas, Baamonde atentaba contra su estabilidad
emocional, una vez más.

Entrega 5 de noviembre

Capítulo XXIX
La rubia teñida había conmocionado a Mauro, ¿qué iba
a hacer? Para colmo, Miriam, en lugar de agradecerle que
comiera afuera para no complicarla con su inusitada dieta,
le había dicho que llevara el jogging al lavadero. El bosque le
impedía ver el árbol. Pero a él… ¿Acaso el Gerente de Ventas
no recordaba que había omitido comentarle su reciente
inscripción en el gimnasio? Sus movimientos no iban a pasar
desapercibidos como él había previsto.
“Tomar la decisión de hacer régimen o abocarse a alguna
actividad física debería ser considerado en cualquier matrimonio
como algo positivo para la relación, pues significa
que uno de los integrantes se preocupa por su bienestar, lo
que redunda en el bienestar del vínculo”, dijo el gordito
simplón en voz alta, como si estuviera hablando ante el
auditorio de Parque Norte. Pero su elucubrada conclusión
no estaba en condiciones de pasar la prueba pues, en su
caso particular, lejos estaba él de pensar en el bienestar de
su relación de pareja. Su gran preocupación era desplazar al
morocho cuanto antes para que la rubia infartante le dedicara
toda su atención.
El celular comenzó a vibrar, había olvidado activarlo. Y
grande fue su alegría al contestar el llamado: la cancha se
había secado. Su clase de oratoria debería esperar. Sacó la
bolsa con los palos de golf del armario, se puso la gorrita
correspondiente, se cambió el calzado y salió de la oficina
silbando. Todo el personal del supermercado intercambió
las consabidas miradas burlonas mientras Mauro se alejaba
sobrador. Y al doblar la esquina para subirse a la camioneta,
vio el auto de su mujer esperando el cambio del semáforo.
Justo a tiempo se ubicó detrás de un árbol pues ella giró la
cabeza. Su expresión fue de extrañeza, como si acabara de
ver algo que había desaparecido. Miriam permaneció inmóvil
hasta que los repetidos bocinazos la sacaron de su ensimismamiento.
No lograba comprender si su vista la había
engañado, o si lo que la había engañado era el resentimiento
hacia su marido.
El gordito simplón se sintió desarmado. E instintivamente
frunció el traste con fuerza.

Entrega 16 de noviembre

Parte II
Ajustes estructurales

Capítulo I
Habían pasado tres días y Rodolfo ya estaba en Buenos
Aires otra vez, pero dada su compleja situación laboral decidió
viajar temprano para evitar cruzarse con Adriana. En
la provincia mediterránea había llegado a la conclusión de
que iba a tener que extremar los cuidados. Aunque fuera
poco probable que ella conociera a su jefe o a su consorte
(al menos eso era lo deseable), debía medir sus movimientos
desde el mismo momento en el que abandonaba el departamento
alquilado ad hoc.
Si bien le había comentado algo acerca de su repentina
modificación de cronograma (sabía de sobra que las mujeres
apuntan cada frase-interjección-gesto-suspiro proveniente
del hombre que les interesa, para luego utilizarlo a su
conveniencia), no pensaba decirle mucho más. El comentario
de Quiroga sobre el llamado que había recibido de la
cabecera no dejaba lugar a dudas: Rivarola Pinedo se iba a
ocupar de no perderle pisada. A partir de lo cual, no había
transcurrido un solo minuto en el que Rodolfo Mouras no
se planteara “qué pasaría si…”. Lo que los gringos del país
del norte llaman “what if…”.
Una vez que hubo traspuesto exitosamente el hall de Aeroparque
fue en busca de un taxi. Justo en ese momento,
Adriana cruzaba corriendo el estacionamiento. Acababa de
descender del colectivo que tomaba todas las mañanas, y de
ninguna manera supuso que a pocos metros estaba él. Aún le
daba vueltas en la cabeza su escueta explicación de días atrás.
Rodolfo la vio de lejos pero no llegó a reconocerla. Tampoco
se detuvo a confirmarlo, era un riesgo que no estaba dispuesto
a correr. Faltaban aún varias horas para el momento
de su regreso, ya vería a lo largo del día cómo se irían dando
los acontecimientos y cuál sería la actitud a adoptar.

Capítulo II
Adriana miraba fijamente el almanaque, sumaba, restaba,
volvía al comienzo. Su cara estaba tensa, mucho más seria
que de costumbre. Observó a su compañera que estaba
enfrascada en una revista, el día se veía gris y ventoso. Los
empleados de la confitería de enfrente conversaban. El hall
de Aeroparque estaba prácticamente vacío.
Poco después, Giovannini llegó a una decisión, circuló
varios días y se dispuso a enviar un mail a Recursos Humanos
para hacer efectivo ese viaje que tenía pendiente. En
un impulso había llamado a su abuela poco antes. Granny
le había descripto el paisaje con tal sutileza que Adriana
logró verlo como si estuviera allí presente. Extrañó más de
lo previsto aquellos parajes tan bien conocidos. Los dos años
de ausencia se le vinieron encima y le señalaron que aquella
mujer no duraría para siempre. No se trataba ya de finalizar
su primera novela, sino de ir al reencuentro de sus recuerdos
y de sus mayores alegrías.
Decididamente no parecía la madre de su madre. En
realidad, sus padres siempre habían sido bichos raros, se la
habían pasado hablando de maravillosos emprendimientos,
grandes amores, envidiables currículum, y después en
la práctica nunca se habían destacado más allá de la media.
Adriana los había descubierto en varios relatos sobredimensionados,
lo que siempre la llevó a pensar que eran megalómanos.
¡Qué suerte que sus viajes fantásticos a la manera
de H. G. Wells y sus innumerables contactos intercontinentales,
incluso intergalácticos, los habían trasladado a Costa
de Marfil! Hasta el momento le había resultado bastante
fácil tener siempre a la mano un contratiempo para evitar
tomar un avión en esa dirección aun cuando trabajaba en
una aerolínea. De hecho, hacía varios años que venía de
contratiempo en contratiempo.
Pero ese no era el momento para hacer balance familiar,
se acercaba fin de año y lo que menos quería Giovannini
era acordarse de que desde el otro lado del Atlántico le reclamarían
una vez más: “¿Tampoco este año vas a venir para
las Fiestas?”. Así que regresó a su musa inspiradora, quien
había despertado en ella el placer de la escritura, que día a
día la apasionaba más.
Pero un nubarrón se le cruzó en el alma. Si bien le gustaba
mucho, Rodolfo le generó una gran desazón esa mañana.
El hecho de haber anticipado el viaje la semana anterior
podría haber transcurrido sin estridencias si Mouras no lo
hubiera repetido y además ataviado como para una fiesta de
disfraces. Esa fue la impresión que causó en ella su atuendo.
Subió al taxi enfundado en un piloto oscuro, con el cuello
levantado, anteojos de sol imponentes y un sombrero que
le llegaba a la frente. Adriana, sin reconocerlo al inicio, pensó
que sería un buen personaje para alguna de sus novelas.
Cuando, de repente, se quitó el sombrero… Entonces pensó
que él escondía algo. Aunque tal vez sólo se tratara de
que no deseaba volver a verla.
Pero no quería dejarse abatir por el pensamiento de que,
otra vez, había depositado la mirada en el hombre equivocado.
Así que ahuyentó los fantasmas de la soledad decidida
a justificarlo, repitiéndose una y mil veces que era un día
absolutamente otoñal a pesar de estar concluyendo la primavera,
lo que motivaba semejante vestuario. Sin demasiada
convicción recorrió el lugar con la mirada. Sus palabras le
sonaron huecas, vacías de sentido: la gente estaba abrigada,
sí, pero no intentaba camuflarse, no intentaba dejar de ser
ella misma.
Largo rato después, sin saber qué le depararía el futuro,
sentada frente al monitor de la computadora apretó la tecla
correspondiente para hacer efectiva su licencia vacacional.
Y pensó: Una semana pasa volando, haciendo foco en el logo
de la compañía aérea.

Entrega 23 de noviembre

Capítulo III
Miriam no dejaba de mascullar entre dientes. Los cambios
en su consorte la tenían tan inquieta que creía haberlo
cruzado en la calle en horario de trabajo. Y lo peor: ¡listo
para el campo de golf! ¿Alguna vez le había mencionado
que jugaba, o que al menos le interesaba? La única actividad
física que recordaba de su parte era el billar, si es que a eso
se le podía llamar así. Era su ocupación de todos los viernes
a la noche en época del noviazgo, cosa que paulatinamente
fue abandonando. Iba con un grupo de amigos pero nunca
tuvo claro de dónde. La Facultad le había durado poco, el
trabajo en la empresa del padre aún menos, así que seguramente
serían pícaros como él que habían desembarcado en
el mismo bar. Ay, Carmelo, qué traicionera puede ser la soledad,
¿cómo pude creerle una sola palabra?, se dijo.
Sin embargo, tras poner en la balanza los pro y los contra
de la relación, en lugar de reclamarle airadamente actuaría
en consonancia. ¿Acaso no era hora de hacer algunos cambios?
Si él había decidido adelgazar, ¿por qué ella no habría
de imitarlo? Rebajar de peso no estaba entre sus objetivos
actuales, no se trataba de eso. Sus dimensiones físicas no le
quitaban el sueño. Así que debería concentrarse en qué era
lo que sí estaba dispuesta a modificar.
Y tras una generosa porción de Selva Negra y un café
doble (“sin crema y sin azúcar por el colesterol, ¿vio?”, según
le confesó al mozo de la confitería), se formuló la siguiente
pregunta: ¿se animaría a volver a la escuela después
de tanto tiempo? ¡Sería el comentario de las cuarenta y
siete sucursales! Exposición que la seducía enormemente.
Porque a Miriam lo que de verdad le llenaba el alma de
satisfacción era convertirse en la comidilla de los envidiosos:
cuando se casó por primera vez, cuando lo hizo por
segunda, cuando se convirtió en la apoderada de la empresa,
siempre sintió que sus orejas se incendiaban por los chismes
que circulaban, y siempre lo disfrutó.
Y esta vez tendría un plus, porque el logro sería todo
propio, sería por afán de superación. (¡Cómo resonaban esas
palabras en su cabeza; cuántas veces Carmelo había intentado
que terminara la secundaria sólo por el placer de que sus
padres le tuvieran que pedir disculpas! Porque ambos le recriminaron
amargamente durante años que había preferido
acostarse con su jefe siendo casi una adolescente en lugar
de continuar con sus estudios para ser alguien en la vida.)
Tenía que retomar tercer año, donde había abandonado,
cursar cuarto y quinto, ¿todo ese esfuerzo valdría la pena?
Para ir a la Facultad no, nunca se le pasó por la cabeza ser
profesional y menos en ese momento, estando próxima a
la jubilación. Aunque reconocía que era muy loable estudiar
en edad de ser abuelo, en su caso particular sólo lo
haría para demostrarle a Mauro Ezequiel Rivarola Pinedo
que ella, Miriam Inés Fernández, siendo bastante mayor y
teniendo una cuenta bancaria por demás interesante (cosa
que él jamás alcanzaría por mérito personal), conservaba
aún inquietudes que su marido había perdido hacía mucho.
Si es que alguna vez las había tenido.

Capítulo IV
Agustina jugaba con la lapicera, la hacía rodar en el pupitre
para un lado y para el otro, no prestaba nada de atención
a lo que pasaba enfrente suyo. Para su cumpleaños faltaba
poco y su situación peligraba: los profesores aún estaban
definiendo promedios. Se había confiado demasiado.
Que Epstein la reprobara en Matemática era ya un clásico,
había ocurrido también el año anterior. Es más, durante
toda la escuela primaria estuvo con la soga al cuello en
esa asignatura. En cambio lo de Inglés había sido “un error
de cálculo”, como le manifestó a Analía, su mejor amiga y
compañera de banco. Dado que hablaba, escribía y leía con
bastante fluidez, especuló con que la profesora le disculparía
algunos ejercicios que nunca había presentado, amparándose
en que tenía buen concepto. Pero no fue así. Sin embargo,
en el caso de Lengua no había disculpa posible; incluso hasta
para ella, transferirle la responsabilidad a Atolaguirre era
impensable.
La adolescente no había tomado con la debida seriedad
del caso lo que sus padres habían establecido. Y se había dedicado
a descontar día tras día en pos de su ansiado festejo.
Pensaba en los invitados, los lugares, los souvenirs, el vestido,
el catering, pero había olvidado lo fundamental: cómo conseguir,
eximición mediante, llegar a destino. Analía no dejaba
de recordarle que si seguía en esa dirección perdería
su sueño. En tanto, la cumpleañera hacía oídos sordos y
persistía en su actitud.
Epstein golpeó con el puntero en el piso produciendo
un silencio sepulcral. Se acercó a la hija de Betty y Rodolfo
y esperó a que levantara la cabeza, y a esta le quedó clarísimo
que el pizarrón la aguardaba. Muy desganada se puso de
pie, tiza en mano. Pero al instante claudicó y se dirigió a su
asiento. La profesora la miró con severidad y la hizo volver
sobre sus pasos. “Por favor, Andresen, vaya dictándole a la
señorita la resolución del ejercicio así practica desde ahora,
porque si en marzo no aprueba alguna de las tres materias
va a repetir segundo... Y confiemos en que sean sólo tres,
¿eh, Mouras? El resto ocúpese de mirar al frente, que son
muy pocos los que tienen todo el boletín pintado de azul”,
dijo la profesora.
Agustina sintió que le latían las mejillas, imaginó que se
habían vuelto púrpura de golpe. Y mientras tomaba la tiza
nuevamente, Andresen comenzó a dictar.

Entrega 2 de diciembre

Capítulo V
Mauro se subió a la camioneta al salir del gimnasio y vio
pasar a la rubia teñida muy apurada. Cargaba un bolso. Sin
dudarlo, comenzó a seguirla a una prudente distancia: no
podía sacarse de la cabeza al morocho fiero que la monitoreaba
como un animal en celo. Por las dudas trabó todas
las puertas, no fuera a ser cosa que se le subiera por atrás en
algún semáforo. Al doblar la esquina vio que ella arrancaba
su auto. Mauro permaneció detrás hasta el Aeroparque,
donde la mujer estacionó en una zona reservada y se bajó.
Recién ahí la observó con detenimiento, llevaba puesto un
uniforme de seguridad.
Mauro quedó inmóvil por varios segundos como si estuviera
en presencia de una película de terror. Aunque no
sabía en qué trabajaba la rubia, incluso si trabajaba, jamás se
le hubiera ocurrido que se dedicaba a la vigilancia. En realidad
no se le había ocurrido nada a excepción de llevarla a
un amoblado (cosa que se le ocurría cada vez más seguido).
Sobre todo desde que observó en la balanza que había bajado
tres kilos, además de que tenía dos centímetros menos de
cintura. ¡Sí, había logrado desplazar la hebilla del cinturón!
Y de pronto dejó volar la imaginación. Si ella trabajaba
en vigilancia, con esa figurita, ¿el morocho trabajaría como
diseñador de haute couture? Mauro cerró los ojos... Las modelos
terminaron de desfilar y se ubicaron al fondo, esperando. La
música subió de decibeles y el artífice de la nueva colección apareció
de repente por el centro. Era él, que avanzaba por la pasarela vitoreado
por una multitud de mujeres arrebatadas que lo aplaudían
hasta quedar sin aliento. Sonreía libidinosamente y contoneaba las
caderas. El ruido fue ascendiendo hasta que se hizo ensordecedor. La
rubia teñida lo miraba severamente con las manos en la cintura. Pero
él permanecía inmutable, generando aún más descontrol. De pronto,
varias mujeres subieron para abrazarlo. Y el morocho, asustado,
comenzó a escapar dando grititos. La rubia dio voces de alto hasta
que logró contener a las desaforadas junto a sus compañeros. Ahí fue
cuando el hombre, a punto de moquear, le agradeció el gesto, y con
el rabo entre las piernas desapareció tras el cortinado. Mauro lanzó
una carcajada estruendosa que resonó en todo el habitáculo.
Pero un policía de la vida real lo esperaba del otro lado
de la ventanilla del acompañante. Y arrancó haciendo una
inclinación de cabeza.

Capítulo VI
Miriam caminaba lentamente por los pasillos de su escuela
secundaria mientras los alumnos la observaban curiosos.
El deterioro del edificio era notorio, ya no era la
institución que, año tras año, custodiaba fielmente la señorita
Vallejos, la Directora eterna. Cuando era alumna de
aquellas aulas, pintaban periódicamente, arreglaban lo que
se descomponía, ¡pero cómo había cambiado todo! Había
sanitarios rotos, canillas que estaban trabadas, cables de luz
al alcance de la mano, faltaban vidrios en varias ventanas.…
Sin pensarlo dos veces se dirigió a la oficina de la Asociación
Cooperadora. Allí se topó con la Directora actual
(que en un punto le recordaba a Vallejos) y con la secretaria,
quienes solicitaban a la Presidenta de la Asociación
algunas reparaciones urgentes, pues las filtraciones de la sala
de computación ponían en serio riesgo las máquinas. Pero
al ver a Miriam se callaron de inmediato. “Buenas tardes,
señora, ¿en qué puedo ayudarla? No recuerdo haberla visto
por acá, ¿usted es la mamá de…?”, dijo la máxima autoridad
de la escuela hurgando en su memoria.
La viuda de Carmelo se presentó, estaba visiblemente
emocionada, y no sólo planteó su deseo de retomar los estudios
(en el turno noche, claro), sino su firme decisión
de hacer una contribución económica importante para que
no estuviera comprometido el comienzo del próximo ciclo
lectivo. Las tres mujeres allí reunidas se miraron entre sorprendidas
y felices, le acercaron una silla y se despacharon
a gusto, papeles en mano, para ponerla al tanto de lo que
estaba ocurriendo hacía ya varios años.
Dos horas después, la dueña de Mundocompras se retiró
de la institución con su constancia de inscripción en tercer
año y habiendo entregado un cheque inicial para resolver lo
de la filtración. Sería el alma mater de su escuela secundaria.
Y mirando el cielo sonrió como hacía tiempo no sonreía.

Capítulo VII
Rodolfo se topó con Betty al salir de la primera relojería
de ese día, su cara de desagrado fue más que evidente. Se
había enterado de su inminente llegada durante el desayuno,
y conociéndole el derrotero, lo esperaba a escasos metros.
—Tranquilizate, Mouras, no te vengo a pedir plata, si
estás con la cuota alimentaria al día...
—Eso ya lo sé, pero podrías haberme dado tiempo a
hacer la recorrida, sabés lo mal que viene la cosa.
—¿Y vos te acordás de que tu hija está en la cuerda floja?
Entonces, cual caballero de un libro de Cervantes, Rodolfo
hizo un ademán en dirección de la confitería que
estaba justo delante de ellos.
Betty no pudo evitar una sonrisa. ¿Hacía cuánto que no
tomaba un café a solas con Rodito? Seguramente fue en
algún momento de los últimos cinco años, entre acuerdo y
acuerdo, negociación y negociación, barquinazo y barquinazo,
aunque parecían décadas, por lo que bien valía hacer
el esfuerzo y aprovechar la invitación aunque sólo fuera
para hablar de Agustina.
El tiempo transcurrió lento pero seguro. Empezaron por
un café, una cosa llevó a la otra (primero se habló de Inglés
y Matemática a marzo, y luego apareció Lengua en escena,
algo que Betty acababa de confirmar), por lo que Rodolfo
propuso, atento a la seriedad del caso, continuar con la
charla y almorzar. La hija en común había llegado al límite
permitido y aún tenía promedios por definir.
Se habían encontrado a las 11.15 de la mañana y ya eran
casi las 14.30. Rodolfo terminó de beber su copa de vino
y sacó la billetera. Betty le ofreció pagar a medias pero él
lo rechazó mientras la miraba con atención. ¿Hacía cuánto
que no tenían una conversación civilizada? Posiblemente
desde que Agustina comenzó la escuela primaria, o sea,
hacía ya nueve años. La buena convivencia había distado
bastante de durar toda la vida, ya que desde el casamiento y
hasta el inicio de la escolaridad de Agustina habían transcurrido
diez años y tres meses. Por lo que en el balance final,
la dupla Dumas-Mouras había gozado de unos diez años de
bienaventuranzas y el resto había consistido en escarceos,
medianas batallas y finalmente la guerra nuclear.
Pero si bien eran muy distintos, por algo se habían casado.
Y al recordar un par de situaciones, Rodolfo se sintió
excitado. Cosa que a ella no le pasó desapercibida, por lo
que le clavó aquella mirada que a su exmarido siempre le
había gustado. Betty se desprendió el primer botón de la
blusa. “Vamos, yo invito el hotel…”, dijo mientras se felicitaba
una y otra vez por haberle pedido el día libre a su jefe.
Presurosos salieron del restorán y se subieron al primer
taxi que encontraron.

Entrega 15 de diciembre

Capítulo VIII
Mauro estaba practicando el swing con la pelotita de papel
en su oficina cuando sintió unos suaves golpes en la puerta.
Algo que molestaba por demás al gordito simplón pues no
soportaba que lo interrumpieran cuando estaba “entrenando”.
Al abrir con cara de pocos amigos, una de las empleadas
nuevas le entregó un sobre. Era una carta certificada. La chica
le regaló una amplia sonrisa, pero Mauro apenas la miró y
volvió a cerrar. Se puso el palo de golf al hombro cual fusil
y observó con extrañeza el remitente. Trató de adivinar a
trasluz qué decía pero no pudo. Más desconcertado que molesto,
rasgó el sobre y se dispuso a leer. Y de repente su rostro
se transfiguró. “¿¿¿Pero a qué viene esto??? ¿¿¿Así que vos te
creés que me voy a conformar con un informecito??? ¡¡¡No,
papá, voy a tener que hablar con Quiroga en serio, preparate
porque esto recién empieza!!!”, gritó fuera de sí.
Y hecho un basilisco, arrojó la pelotita con todas sus
fuerzas contra la ventana. Pero calculó mal y en lugar de
apuntarle al bollito de papel hizo centro en una pelotita
de golf que, preventivamente, había alejado de la otra. La
ventana hizo un ruido ensordecedor al destrozarse y caer
y los empleados empezaron a dar voces de alarma. Cuando
el Gerente de Ventas se asomó y pidió disculpas a todos,
incluidos varios clientes, se escuchó una puteada primero y
una carcajada generalizada después. Pero el verdadero problema
surgiría más tarde, cuando el incidente llegara a oídos
del Directorio. Y desde luego, de la apoderada.

Capítulo IX
Estaba cayendo la noche y en el departamento de Miriam
y Mauro sonaba música romántica, un bolero interpretado
por María Martha Serra Lima. Poco después se
escuchó a Frank Sinatra y luego a Adele. Un repertorio
ecléctico sin lugar a dudas.
Mauro abrió la puerta en cámara lenta como si un misil
pudiera atravesarlo en cualquier momento, y sintió el inconfundible
aroma a sahumerio que tanto detestaba. Por
lo que su temor inicial cedió paso a la bronca. Era alérgico,
aunque no a todo lo que decía. Más bien insistía con eso
por el solo hecho de molestar a Miriam, quien cada día le
hacía menos caso con respecto a cualquier cosa.
El gordito simplón fue directo al bar del modular y se
sirvió un whisky con hielo, visiblemente contrariado (Clarisa,
la mucama, siempre dejaba la hielera preparada aunque
su patrón sólo bebiera una vez por semana), como si de
pronto el destrozo de la ventana hubiera dejado de existir y
giró decidido a apagar el equipo de audio. Momento en el
cual trastabilló con el vaso en la mano al descubrir a Miriam
embutida en el sillón mirándolo con cara asesina. ¿Por lo
que había ocurrido esa tarde en el supermercado, por haber
deseado interrumpir su velada musical, o por todo lo anterior
que se venía acumulando sin desmayos? No se aventuró
a averiguar el porqué de aquella expresión, su situación
se agrietaba cada día más. Para disimular, subió el volumen
varios decibeles mientras dibujaba torpemente unos pasos
con los pies. (En la camioneta tenía el mismo cd de Adele,
lo había comprado al día siguiente de conocer a la rubia y
lo escuchaba hasta el hartazgo.)

Capítulo X
Adriana estaba como perro con dos colas, ¡se iría una
semanita! Pero no lo comentó demasiado porque temía que
la envidia la perjudicara. A varios de sus compañeros les
provocaba una absoluta indiferencia que soñara con dedicarse
a escribir, aunque otros se habían mostrado interesados.
Pero había dos chicas que acusaron recibo de muy
mala gana: habían practicado danza clásica muchos años sin
lograr destacarse, y les generaba una mal disimulada envidia
que alguien de su entorno pudiera llegar a sobresalir.
Mientras se preparaba una cena de despedida recordó
que Rodolfo le había contado someramente acerca de su
trabajo y una sucursal en Córdoba que requería su presencia.
¿Acaso no tenía que revisar papeles y papeles hasta
encontrar lo que había ido a buscar? ¿No le había mencionado
una serie de irregularidades que demandaban un análisis
exhaustivo de su parte? Quizás algo repentino y muy
importante lo había convocado con urgencia a Buenos Aires,
pero de ser así a ella le costaba creerlo. Al fin de cuentas,
el día que lo conoció dijo que regresaría en una semana,
dos días después alegó que había debido adelantar el viaje, y
esa mañana simplemente había aparecido como si se tratara
del mismísimo inspector Clouseau. De acuerdo con su experiencia
personal, no sería la primera ni la última vez que
un hombre acomodara su discurso según se fueran dando
los acontecimientos. Y lo más probable era que hubiera una
pollera en danza.
Adriana decidió despejar dudas lo antes posible y lo llamó.
No deseaba engancharse con alguien que no tuviera
su situación sentimental resuelta. No porque fuera mojigata,
sino porque su reloj biológico no paraba de recordarle
que su fertilidad se estaba agotando. Así como su elasticidad,
resistencia y lozanía. Si bien no tenía planeado quedar embarazada
en los próximos días, tampoco quería establecer
una relación incierta, sin futuro. De esas relaciones ya había
tenido unas cuantas, el mostrador de la línea aérea detrás
del cual se paraba diariamente se lo venía facilitando hacía
varios años. Pero Mouras no atendió.
Ella ya no estaba tan segura de que ese hombre calificara
para rescatarla de las palabras cruzadas y los torneos de canasta
de un futuro a mediano plazo.

Entrega 31 de diciembre: FELIZ AÑO PARA TODOS

Capítulo XI
Agustina imaginó que su padre la sermonearía esa noche
en el restorán porque ya eran tres las asignaturas a marzo
pero no, Rodolfo estaba distraído. Su hija quiso, por las dudas,
dar la primera estocada y argumentó, contraargumentó,
bajó el tono de voz, lo elevó, pero nunca logró que él respondiera.
Entonces esperó. No sabía si estaba elaborando
la respuesta, si tenía escondida en la manga una decisión
inapelable, si desconocía su situación escolar y por ello no
había reaccionado. Pero era evidente que algo cruzaba por
la mente de su padre porque su expresión era una mezcla
de amargura y arrepentimiento.
Un largo rato después, como volviendo de un profundo
sueño, Rodolfo la observó muy serio. “Agustina, no voy a
ponerme como tu madre porque somos muy distintos, pero
tampoco te voy a aplaudir. Y aunque me quieras convencer
de que la culpa es de la profesora te aviso que hablé con ella
la otra vez. No, hablé con Epstein, y no me importa cuál
te llevaste primero, para el caso es lo mismo. Y lo que me
dijo es bastante diferente a tu versión. Más bien te la pasaste
charlando y jugando al tuti fruti. Y con Lengua debe haber
sido algo parecido. De Inglés no voy a hablar porque si me
acuerdo de que te pagué colegio bilingüe durante toda la
primaria se me atraganta la soda. Y te agrego: todavía no
terminó el año, espero no recibir más pálidas, ¿ok? Así que
pensá cómo vas a hacer para pasar a tercero porque profesor
particular no te pago más, la culpa por haberme separado ya
se me pasó”, dijo y mientras el mozo les tomaba el pedido,
miró esquivo el celular apagado.

Capítulo XII
Miriam pensó que debía empezar a juntar los libros,
aunque quizás fuera mejor esperar a que los profesores recomendaran
sus autores predilectos. Pero enseguida cambió
de opinión porque lo más probable era que en el turno
noche hubiera apenas algunos textos, la mayoría era gente
grande que trabajaba. Y de pronto recordó que Betty tenía
una hija quinceañera en segundo año, quien debía conocer
chicas más grandes de la misma escuela. O tal vez su mamá
tuviera amigas con hijas mayores que la suya.
Mientras devoraba la cuarta tostada con manteca y mermelada
la llamó. Betty atendió medio dormida y a punto de
enojarse con Miriam (creyó que el despertador marcaba las
siete de la mañana) descubrió que eran casi las ocho y llegaría
tarde a la oficina. Y tras escuchar la solicitud que le formulaban
del otro lado se comprometió a devolver el llamado al
atardecer y salió disparada al baño. Su hija terminaba el café
con leche de pie en la cocina, aún tenía que definir ciertas
asignaturas y su cara era elocuente. No se tenía fe alguna.
Y al cerrar la puerta de calle cargando la mochila en la
espalda, Agustina escuchó un “¡¡¡Grande, Betty!!!” ensordecedor
que provenía de la ducha (¿tal vez relacionado con la
inolvidable tarde anterior?).

Capítulo XIII
Mauro bajó de la camioneta. Esa mañana había decidido
arrancar bien temprano, su mujer lo había destinado a la
habitación de huéspedes a causa del destrozo de la ventana…
y de su concurrencia al gimnasio a escondidas; sus escapadas
a la cancha de golf en horario laboral no había llegado a
corroborarlo.
Se levantó a las seis, bebió un té con miel (se la había
recomendado el profesor del gimnasio para las vías respiratorias
y para la alergia), y arremetió en jogging frizado para
transpirar todo lo posible.
Primero dio una vuelta completa al lago de Palermo
trotando y después coronó la rutina con otras dos vueltas
a ritmo de caminata, cuando su celular le indicó que había
recibido un mensaje de texto. Quiroga le respondía que
Mouras no se había presentado el día anterior a trabajar.
Apoyado en un árbol le solicitó el teléfono del hotel donde
estaba parando. La respuesta no se hizo esperar: “Creo que
está en un amoblado”.
Mauro salió de sus casillas y lo llamó.
—Hola, Quiroga, ¿qué amoblado ni amoblado, de qué
me estás hablando?
—Tal cual, señor, entendí que se mudó a un departamento
porque……
—¿Y quién lo autorizó al pelotudo ese, me querés decir?
—Yo no, Rivarola Pinedo, sólo le estoy respondiendo su
pregunta.
—OK, no te preocupes, esto lo resuelvo yo. No le digas
nada cuando lo veas —dijo y cortó.
Sin perder un segundo, Mauro regresó sobre sus pasos,
hasta que su furia pudo más y salió disparado rumbo a la
camioneta.

Entrega 10 de enero

Capítulo XIV
Betty llegó radiante a la oficina, se puso un vestido veraniego
muy colorido y unos zapatos claros bastante altos. El
clima había mejorado. Se había maquillado algo más que de
costumbre y sonreía por todos los poros. Sus compañeros la
miraron sorprendidos. Ella nunca dejaba traslucir cuál era su
real estado de ánimo. Pero esta vez necesitaba que todos se
dieran cuenta de lo bien que se sentía. No pensaba ventilar
su vida privada pero sí deseaba que imaginaran que algo
fuera de lo común le había ocurrido el lunes. Estaba harta
de que la consideraran “la divorciada”. No era la única pero
sí la última en abrazar ese estado civil, y dado que las otras
habían logrado rehacer su vida, con papeles o sin ellos, terminaba
siendo efectivamente “la divorciada”.
Ni bien llegó a la oficina comenzaron a circular los comentarios
y las conjeturas más rápido que si se hubiera
producido un tornado. No faltaron quienes dijeron que se
había reconciliado con el padre de Agustina. A lo que otros
contestaron, con inmensa sabiduría, que un revolcón como
Dios manda no es sinónimo de convivencia. Las miradas
furtivas y no tanto se sucedían, el rumor generalizado iba en
aumento. Y tras apostar ambos bandos fue la misma Betty
quien esclareció el punto. “Ayer tuve una tarde increíble,
¿contentos? Pero no pienso decir nada más. Y ahora disculpen
pero el deber me llama”, dijo y seguidamente se dirigió
a la oficina del jefe. Quien ni lento ni perezoso la observó
de arriba a abajo.

Capítulo XV
La hija de Betty y Rodolfo no podía creerlo, ¡la habían
mandado en Gimnasia también! Agustina sostuvo a rajatabla
que pocas veces había llegado tarde a clase y que sus inasistencias
tampoco habían sido demasiadas. Pero la docente
no estaba de acuerdo y le dijo, planilla en mano, que un
trimestre no pudo ser evaluada a causa de la mononucleosis,
y que entre los dos restantes la suma no le alcanzaba para
poder recuperar la asignatura en diciembre, por lo tanto,
debería rendirla completa en marzo. Así, ya eran cuatro las
materias que le quedaban pendientes. El panorama se volvía
más sombrío día a día y la adolescente temía, con justa causa,
que su madre no quisiera llevarla de vacaciones.
¡Pero lo peor era que se avecinaba su cumpleaños de 15,
no podían dejarla sin fiesta! Aunque su padre le había dicho
que iba a tener que conformarse con un asado en el
country de su abuelo no pensaba aceptarlo. ¿Lolas no, Disney
no? ¡¡Entonces megafiesta!! Que a ella no le gustara estudiar
no significaba que no se mereciera un lindo regalo. Eso no
iba a quedar así, si era necesario se iba a tomar un avión a
Córdoba para que a “Rodito” le entrara eso en la cabeza.
“¿Rodito?, si hace cinco años que le decís Mouras. ¿Qué
pasó, te acostaste con él? ¡Entonces, si no querés que se lo
cuente a mi abuelo, megafiesta para todos! ¡¡Tomá, tomá y
tomá!!” Agustina se sentó en el patio del colegio muy enojada.
Su amiga Analía no lograba hacerla entrar en razón.
Sin embargo, no estaba para nada convencida de que
a su abuelo Lisandro le preocupara demasiado el supuesto
episodio amatorio entre sus padres.

Entrega 26 de enero

Capítulo XVI
La mañana había sido muy dura para Rodolfo, había tenido
que recuperar el tiempo desaprovechado el día anterior.
¿¿¿Desaprovechado??? ¡¡¡Había estado buenísimo!!! No
recordaba un revolcón mejor con Betty. Había sido perfecto.
No, mejor aún. Irreproducible. Lo que hizo que el pobre
Mouras, bolsitas y bolsos mediante, visitara cinco clientes
esa mañana en lugar de tres de acuerdo con el cronograma.
Y si el día anterior había terminado fundido, pues se sumó a
la lista de actividades el encuentro vespertino con Agustina
(tras el cual pasó la noche en su departamento en lugar de
regresar a la provincia mediterránea, algo que estaba absolutamente
fuera de sus planes), ahora sentía que estaba a
punto de desintegrarse, a pesar de que la sensación térmica
era igual a la temperatura: 25ºC. Por suerte logró sonsacarle
a su hija qué podría gustarle para su onomástico, que era inminente.
(En el hotel alojamiento, como es lógico suponer,
el tema había quedado decididamente de lado.)
Así las cosas, se sentó en el banco de la plaza, miró fijamente
la grilla, organizó las visitas de primeras horas de la
tarde y se dispuso a comer un sándwich con una latita de
cerveza, mientras revisaba cada celda temática de su abatido
cerebro.
La noche anterior se había excusado ante Quiroga, hecho
que sería apuntado también en su contra por el Gerente
de Ventas junto con el informe recibido por correo. No
cabían dudas de que se avecinaban daños colaterales. Pero
las buenas migas con Rivarola Pinedo nunca habían caracterizado
la relación laboral. Sin embargo, Mouras no tenía
claro en qué bando jugaba el Gerente Regional a pesar de
su actitud solidaria de unos días atrás. ¿Simplemente reportaba
a la cabecera sin intermediarios, o en realidad lo hacía
por algún interés espurio?
Celda contigua: no sabía si Agustina había registrado cabalmente
lo que él le había dicho. Claro, haberle planteado
a esta altura del ciclo lectivo que ya no contaba con los
profesores particulares de siempre era casi como hacerla escalar
el Everest vendada, pero Rodolfo se había hartado de
las idas y vueltas de su hija. Si bien sentía que se lo había
comunicado a destiempo, él y Betty le habían ido dejando
pistas (a la manera de Hansel y Gretel). Quizás no tan explícitas,
pero habían sido pistas al fin.
Porque del cumpleaños de 15 se había hablado desde
el primer día de clases, del rendimiento de la hija común
también, y de lo cara que estaba la vida como para despilfarrar
en cosas innecesarias o superfluas se hablaba casi a
diario. Y Agustina sabía muy bien por qué lado venía ese
ítem. A modo de ejemplo: el celular que le habían comprado
al egresar de séptimo grado debía durar hasta terminar
tercer año; la computadora de escritorio que había
recibido poco después permanecería donde estaba hasta su
egreso de quinto año, si la economía mundial propiciaba su
reemplazo por una notebook, así sería, y si no, su dueña ya se
ocuparía de cambiarla cuando trabajara. Y así siguiendo con
todo. ¡Que Dios se apiadara de la adolescente en caso de
repitencia! Pues de seguro que la madre no lo haría. Y por
fin llegó la celda de Betty…
Nada más y nada menos que su ex hacía cinco largos
años, en los cuales se habían dicho palabras muy poco felices.
Pero decidió dejar ese análisis para cuando estuviera de
regreso en el Interior, porque le urgía definir qué actitud
adoptar unas horas después en Aeroparque. Y para ese momento
faltaba demasiado poco.

Capítulo XVII
—Me encantó tu propuesta de almorzar juntas, Betty,
¿qué tal la familia?
—Ni me hables, mi hija está inmanejable, se llevó tres
materias y el padre salió con que no piensa pagarle un solo
profesor más, aunque habíamos convenido darle permiso
hasta ahí. Pero mejor contame de vos. ¿Así que decidiste
volver al ruedo?
Miriam y Betty estaban en el jardín de un restorán muy
tradicional de Palermo, a tres cuadras de la oficina de Betty.
Miriam había salido a visitar sucursales esa mañana. (Si bien
tenía predilección por tres o cuatro de las cuarenta y siete
ubicadas en Capital, también hacía el esfuerzo de visitar las
de aquellos barrios que no eran de su agrado, en cuyo caso
lo hacía en el auto de la empresa, manejado por Gervasio,
chofer a la antigua de uniforme impecable, para ponerle
cierta formalidad a la cuestión. Además de hacerlo para sentirse
más protegida, según confesaba, porque a las sucursales
de gcu, “gente como uno”, iba conduciendo su propio auto.
Como ocurrió ese día. ¡Pobre gorda, ella aún creía que ahí
no existían ni arrebatadores ni violadores!)
La cosa fue que cuando estaba por pasar por la casa central,
un mal presentimiento la hizo doblar en la esquina y
seguir de largo. No quiso empañar el almuerzo. Le volvía
una y otra vez aquella imagen del sujeto escabulléndose tras
el árbol preparado para emular al mismísimo De Vicenzo.
Su estado de relax, entonces, le permitió explayarse como
a ella le gustaba. Siempre comenzaba por lo comprensivos
que habían sido sus padres con respecto a sus decisiones,
continuaba con lo incondicional que había sido su primer
marido, y remataba con lo sabia que había sido ella al perpetuar
su legado. No había oportunidad en la que Miriam
no intercalara, de un modo u otro, cuánta libertad, cariño,
confianza, respeto había recibido a lo largo de toda su vida
y cómo se seguía esmerando por ser digna de ello.
Betty no pudo menos que sonreír mientras trataba de
descubrir por qué, entonces, comía como un barril sin fondo,
antes, durante y después de las comidas. Si tan feliz había
sido, si tan buen entorno había tenido, no era para nada
creíble que fuera responsabilidad exclusiva del actual marido
semejante angustia oral.
Y si fuera el caso, considerando que el consorte era veinte
años menor, Miriam Inés Fernández tendría que haber estado
asistiendo a dietóloga-personal trainer-psicólogo-grupo
de autoayuda, o al menos al confesionario, para sacarse del
alma todo lo que la estaba “inflando”. Porque había algo que
era muy, pero muy cierto: estaba cada día más inflada. (Corroborado
a pies y brazos firmes por la peluquera, semana a
semana, en ocasión de sostener el sillón en el que la viuda
de Carmelo González depositaba sus bamboleantes caderas.)

Entrega 12 de febrero

Capítulo XVIII
Adriana se sentó en el avión, esta vez otra empleada la
atendía a ella. Tras reflexionar buena parte de la noche anterior
(pues le había sido imposible dormir, tal era su estado
de desilusión), en un rapto de ansiedad se levantó apenas
amanecido el día, preparó su valija, y mientras bebía un
aromático café que su compañera de mostrador le había
traído de su reciente viaje a Colombia, llamó a la aerolínea
y efectuó una reserva para poco antes del mediodía.
La butaca contigua estaba aún vacía, así que aprovechó
ese impasse para abandonarse a sus recuerdos. Los veranos
en el dique, las maravillosas puestas de sol en la chacra, los
amaneceres bajo las estrellas. Tenía varios primos a los que
no veía hacía tiempo. La mayoría seguía en Mendoza, otro
vivía en Buenos Aires, dos se habían marchado a Estados
Unidos y una había desembarcado en Alemania. Sabía por
comentarios de granny cómo le iba a cada uno pero había
perdido el contacto directo. Lo que le generaba mucho pesar
porque de chicos habían sido muy unidos, gracias a sus
abuelos. Los viejos no querían que los nietos se alejaran
pues bien sabían ellos, escapados de la Segunda Guerra, lo
que había sido perder gran parte de la familia. Pues hubo
que sumar a los muchos que emigraron, los muchos que
habían muerto en el campo de batalla.
El cartel luminoso se encendió indicando que debían
abrocharse los cinturones. Adriana continuaba sumergida
en su ensoñación cuando la pasajera junto a ella se lo señaló.
Ambas se sonrieron ampliamente al verse. Era aquella fina
dama a quien Adriana había atendido poco tiempo antes.
Las mujeres entablaron una animada conversación que se
inició con el elogio de Ema, la dama en cuestión, a la pulsera
de nácar que la novel escritora llevaba puesta. Sería una
gran alegría para granny vérsela pues se la había regalado su
abuelo materno.

Capítulo XIX
Rodolfo no se cruzó con Adriana en Aeroparque cuando
regresó a Córdoba, y su compañera le dijo que se había
tomado una semana pendiente de vacaciones. ¿Estaría ella
tan enojada? Era una posibilidad dado que él no le había
avisado que viajaba nuevamente, y tampoco la había atendido
cuando lo llamó. En un punto, Mouras se sentía aliviado
pues no hubiera sabido qué decirle. Y de eso se trataba. Porque
debido al cronograma actual de visitas a las relojerías,
estaría dos veces a la semana en Buenos Aires. Lo que iba
por completo a contramano de que el Gerente de Ventas
del supermercado lo hubiera destinado a Córdoba por los
próximos dos meses.
El punto era que dentro de su complejo esquema de
vida no había planificado conocer a alguien del sexo opuesto
para entablar una relación afectiva. Y tampoco había planeado
el reencuentro con su ex. Por lo que no tenía en claro
si lo más conveniente era dar por concluido el incipiente
acercamiento con Adriana, o afinar aún más sus dotes de
equilibrista mientras lograba decidir qué hacer. Pero con
respecto a ambas.
Sin embargo, había un elemento extra que lo intranquilizaba
bastante. El hecho de que Giovannini trabajara en
Aeroparque. De aquí en más sería testigo de cada una de
sus andanzas. Y la solución no era camuflarse en cada uno
de sus viajes relámpago. El uniforme de espía internacional
había resultado un recurso eventual cuando las relojerías
estaban en el radio de alguna de las sucursales de Mundocompras.
Aunque él le hubiera contado historias fantásticas
a Agustina, no las ponía en práctica cada vez que salía de su
casa. Y por otro lado, no tenía pensado ser el protagonista de
la próxima novela de la empleada de la aerolínea. Si andaba
a la caza de una idea, debía encontrarla por sí misma.
Retomando la arista afectiva de la cuestión, ¿sería capaz
de tomar distancia, o daría mil rodeos para no correr el
riesgo de perderla?
En realidad, apenas se conocían. No cabían dudas de que
la atracción era mutua, pero de ahí a tener que rendir cuentas
había un trecho...
Aunque también era cierto que si comenzaban una relación,
lo mínimo que ambos podían pretender era cierto
grado de sinceramiento, de lealtad...
Pero ya eran grandes, tampoco se trataba de jurarse amor
eterno como en las revistas femeninas de peluquería...
Sin embargo, si no había un real interés en iniciar un
vínculo, del tipo que fuera, mejor era dejar todo como estaba...
¡Qué tanta historia, ni que estuviera frente al teléfono rojo
evaluando si desato la tercera guerra!, pensó Rodolfo y mientras
hilvanaba estos pensamientos en su oficina transitoria, se
encontró con un mail perentorio de Buenos Aires. A re125
gañadientes lo leyó, y entendió la indisposición repentina
de Quiroga. (El Gerente Regional había salido de viaje esa
mañana y no volvería hasta la tarde siguiente.) Su superior
inmediato le reclamaba varias cosas: su domicilio real en
Córdoba, una explicación fundamentada de sus constantes
cambios de horario, el porqué de la carta certificada,
y alguna que otra nimiedad por el estilo. Y tras considerar
que Rivarola Pinedo estaba a unos ochocientos kilómetros
de distancia y el cordobés había desaparecido, revisó cansinamente
el resto de los mails, miró unas planillas dejadas
prolijamente por Quiroga antes de huir, masculló algo ininteligible
incluso para él, y se dispuso a ir a su búnker. Había
estado en la montaña rusa durante los dos últimos días.
Entonces vio un pequeño papel autoadhesivo pegado en
el costado del monitor: “Disculpá, M., pero en la cabecera
no te pierden pisada. Me jubilo el año que viene y no quiero
kilombos. Suerte, viejo. Q.”
Rodolfo miró unos instantes su maletín, sacó resignado la
caja de finos chocolates que le había traído especialmente,
la puso en un cajón del escritorio, tomó sus cosas y se fue.
Debía convertirse en relojero undercover, una vez más.

Entrega 5 de marzo

Capítulo XX
Adriana había pensado en darle una sorpresa a su abuela
pero temió emocionarla demasiado. Al llegar a destino, ante
sus ojos desorbitados se desplegaron, cual salidos de foto panorámica,
buena parte de los integrantes de su familia, con
granny a la cabeza. Los abrazos se sucedieron por un largo
rato pues habían aparecido como los hongos tras la tormenta
tíos, tías, primos, primas, maridos, mujeres, hijos, novios.…
Eran al menos veinte personas las que fueron a recibirla, ¡y
ella que dudaba de viajar! La tarde transcurrió entre mates,
café, tortas fritas y pastelitos.
El sol se estaba poniendo y Adriana sentía un gran cansancio,
el día había resultado muy movilizante. Antes de
acostarse puso a su abuela al tanto de su proyecto, y decidieron
comenzar temprano al día siguiente. Entonces, Francisca
le hizo una confesión.…
En su época de maestra rural (se había jubilado como
Directora) había sido muy abnegada, habiendo tanta gente
sin alfabetizar a lo largo y a lo ancho de todo el país no
podía darse el lujo de poner en práctica su sueño de toda la
vida. Así que cuando algún discípulo suyo, varón o mujer,
sobresalía, ella no cejaba hasta que llegara adonde merecía
llegar. Y si en eso dejaba su sueldo, además de sus energías
inagotables, pues bien invertido estaba. De allí que hubiera
acompañado a su nieta desde sus primeros intentos en el
mundo de las letras.
Adriana dudaba de haber comprendido realmente. ¿Sería
posible que las uniera el mismo objetivo, la misma pasión?
Jamás había pensado que podía ser así; para ella, granny sólo
implementaba su vocación docente con cualquier ser vivo
que se le pusiera delante. ¿O estaba siendo injusta? Nunca
había considerado que su abuela tuviera intenciones más
allá de ser maestra, tomado en el cabal sentido de la palabra.
Por lo que el hecho de que se hubiera postergado, y hubiera
apelado a lo necesario y más para que sus discípulos trascendieran,
la dejó algo perpleja.
—Todavía no me dijiste cuál era tu sueño, granny.
—¿Realmente no te diste cuenta?

Capítulo XXI
Betty se bajó del subte tres estaciones antes para caminar
un poco. Había almorzado mucho más que de costumbre,
por lo general una ensaladita. Y como la tarde en la oficina
había sido de mucho llamado telefónico y mucho mail, casi
no se había movido de la silla. El encuentro con Miriam
había resultado muy interesante. Recordaba que Rodolfo
no se llevaba bien con su jefe, pero como no sabía en qué
cadena de supermercados trabajaba el marido de ella, jamás
consideró la posibilidad de que fuera el Mauro de Miriam
el que lo tenía a mal traer. ¿Sería posible que se tratara del
mismo? ¡De cuánta información valiosa disponía, entonces,
Betty Dumas! Porque Miriam Inés Fernández había aprovechado
para despacharse, y a su gusto.
La madre de Agustina apenas pudo meter bocado ya que
su amiga, quien nunca aceptó ser “la señora de” (algo que
le debía al difunto, requiescat in pace), cuando agarraba el
envión no paraba. ¡Qué mujer! Parecía que hacía milenios
que no exteriorizaba sus sentimientos. Era una catarata verbal,
un manantial lingüístico, una fuente prosaica de dimes
y diretes. O bien había acumulado mucha bronca justo los
últimos días, o bien había cancelado terapia. Su interlocutora
intentó no engullir pan con manteca mientras esperaba
la pechuga de pollo con vegetales al vapor, pero la tarea
fue casi titánica. De haberse animado, le hubiera puesto la
panera de sombrero.
Poco antes de arribar a su casa, a Betty la asaltó una curiosidad.
¿Cómo sería Miriam en la cama, también tomaría
la delantera? Mientras caminaba, no pudo evitar imaginarse
a la pareja aplicando el Kamasutra (¡si lo habrían revisado de
punta a punta con Rodito!), lo que le produjo un acceso de
risa que la obligó a apoyarse contra la pared de un edificio.
El encargado, que estaba montando guardia, como todo encargado
que se precie, la observó con tal displicencia que se
vio forzada a continuar la marcha.

Capítulo XXII
La rubia teñida llegó sola al gimnasio. Mauro, a mitad
de su rutina (frecuentaba el lugar con mucha asiduidad por
razones obvias), bajó el ritmo y se dedicó a observarla. No
se perdió detalle del cuerpo escultural de la mujer. Cuando
pasó a su lado en forma provocativa para subirse a la bicicleta
reparó en que era bastante baja. ¡Con razón King Kong
le sacaba como treinta centímetros! Y estaba a punto de
encararla para concretar la primera charla, cuando apareció
su pareja en la recepción.
Mientras Rivarola Pinedo aumentaba el ritmo en la cinta
caminadora y tarareaba una canción, el profesor fue a
darle la bienvenida al morocho. Ella, empacada, se acostó
sobre una colchoneta y se puso a hacer abdominales con los
auriculares puestos. El hombre se acercó a hablar sin obtener
respuesta, intentó quitárselos pero ella cabeceó. Tras un
par de minutos de tira y afloje, ella se levantó y con su escasa
estatura se paró delante. Parecían sacados de una revista de
historietas. “Mirá, Tony, si no me dejás en paz, voy a meterte
una denuncia en la comisaría, ya te dije que lo nuestro no
va más, se terminó, kaput”, dijo con tono de Catita, tras lo
cual volvió a los abdominales. El forzudo, con la mirada
acuosa, se dirigió a la salida, pero al reconocer a Mauro se
detuvo un instante junto a él, le hizo un gesto amenazador
y desapareció.
Por más que la rubia teñida le hubiera echado flit, no iba
a ser tan fácil abordarla sin correr algún tipo de riesgo.

Entrega 30 de marzo

Capítulo XXIII
Agustina se asomó apenas, no vio a nadie y entró sigilosamente.
Sus padres todavía no sabían que acababa de rebasar
el límite, pero no tenía forma de evitar que se enteraran.
Si bien su preceptora no llamaría a su casa para poner a
Betty al tanto de la situación, Rodolfo había aparecido por
el colegio sin previo aviso. Quedaba claro, entonces, que
existía un canal de comunicación que iba más allá de ella.
En el momento en el que apoyaba la mochila en la silla
de su cuarto, sintió detrás la voz de su madre. Betty, cariñosamente,
le puso un delantal y la condujo a la cocina. “Estoy
un poquito cansada, pelá todo lo que está en la pileta así
preparo la cena, ¿dale?, ¿alguna novedad?”, le preguntó.
La adolescente sintió que en su cerebro se corría la Fórmula
1, debía encontrar la respuesta correcta a tamaña pregunta,
y en ese momento deseó con todas sus fuerzas que
su abuelo Lisandro llamara por teléfono. Con entretener a
su madre durante una media hora alcanzaría, Betty siempre
olvidaba lo que había estado haciendo si la charla la atrapaba
lo suficiente. Y como se avecinaban las Fiestas, seguro
tendrían tema de conversación: que las tías de no sé dónde,
que las primas de no sé qué, que los compañeros de no sé
cuánto, que los conocidos de qué sé yo. Porque el vejete
había ocupado el rol de su difunta mujer y se encargaba de
llevarle todos los chismes actualizados a su hija. Una actitud
que a Agustina desagradaba la mayor parte del tiempo, pero
que en esta ocasión particular consideraba de gran utilidad.…
Por lo que cuando sonó el teléfono, y efectivamente era
el abuelo Lisandro, agradeció que Betty quedara atrapada en
su telaraña una vez más.

Capítulo XXIV
Miriam, al igual que Betty, llegó a la conclusión de que la
charla del mediodía había resultado provechosa: su reciente
amiga no sólo le había hecho ver que a la vida había que disfrutarla
a pleno pues uno nunca sabía cuándo se le agotaba
la cuerda, sino que la había convencido de que los hombres,
estuvieran en el estatus que fuese, debían ocupar un porcentaje
más bien moderado dentro del universo femenino.
Y sentándose en el comedor con anotador y lapicera en
mano, hizo un listado de todas aquellas cosas que se le venían
a la mente. Cosas que había abandonado, cosas que no
se había animado a hacer, cosas que había visto en revistas,
cosas disparatadas. Iba y venía por la larga lista para asegurarse
de haber consignado todo lo que le había interesado a
lo largo de la vida, sin importar el grado. La tarea fue ardua
pues hacía demasiado tiempo que no se observaba.
La realidad era que durante su primer matrimonio había
actuado en función de los deseos de su marido, no porque
fuera particularmente machista sino porque, dada la diferencia
de edad, ella había asumido que era él quien detentaba
la sabiduría, el conocimiento, producto de su experiencia de
vida, y estaba lo suficientemente enamorada como para aceptar
su palabra como la verdad absoluta. De allí que lo último
que recordaba haber decidido per se hasta su viudez era haberse
casado con él. ¡Cómo había luchado contra sus padres
para obtener su permiso y su bendición! Debido a que era
menor y Carmelo la doblaba en edad, las negociaciones fueron
muy ásperas. Pero Miriam Inés Fernández no era mujer
de amilanarse con facilidad, así que consiguió su propósito.
Después de tachar varias cosas de su interminable lista,
finalmente trazó dos columnas: asignaturas pendientes y
nuevos desafíos.
Ay, Carmelo, qué lástima que te me fuiste. No sabés todos los
proyectos que te consultaría. Digo, te contaría; eso, te contaría, se dijo.

Capítulo XXV
Francisca acababa de preparar el desayuno, bien suculento,
para su nieta preferida. (En realidad, a todos los nietos les
decía lo mismo y todos lo sabían.) Y se sentó en el patio a
esperar. La naturaleza estaba en su esplendor a esa hora de
la mañana y en esa época del año. El cielo había amanecido
claro y transparente, absolutamente turquesa.
Un leve movimiento detrás la hizo girar. Era Adriana con
la bandeja, traía la cafetera con el café humeante y las tostadas
recién hechas. El resto ya estaba sobre la mesa. Durante
largos minutos se dedicaron a disfrutar de ese espacio sin
emitir sonido alguno, un vínculo muy fuerte las unía. Hasta
que un zumbido lejano rompió el hechizo. Adriana esperó
dubitativa unos segundos y luego salió disparada, su celular
la estaba convocando. Granny sonrió cómplice.
Un rato después, al regresar la novel escritora, y habiendo
intercambiado miradas que ambas conocían muy bien, abuela
y nieta se enfrascaron en una larga conversación. Cada una
exponía sus argumentos pero la otra no daba el brazo a torcer.
Francisca negaba con la cabeza y volvía a insistir, pero su
interlocutora no se quedaba atrás. Finalmente, la mujer de la
cabellera plateada sacó de su delantal un atado de cigarrillos
y encendió uno. Aspiró profundamente y casi no exhaló.
—¿Volviste a fumar, aunque el médico te lo prohibió?
—dijo Adriana y granny siguió pitando en el mejor de los
mundos.
Sin previo aviso, Adriana encendió el propio y también
aspiró con fuerza. De inmediato comenzó a toser de una
forma bastante desagradable.
—¿Para qué hacés eso si nunca fumaste, me querés decir?
¿A esta altura pensás contraer el vicio? No seas insensata.
Adriana bebió el jugo que quedaba en la jarra y la miró
molesta.
—Mirá quién habla.
Francisca terminó de fumar el cigarrillo, lo apagó lentamente,
y luego estrujó el atado como si fuera el cogote de
una gallina.
—Volviendo a tu libro, tenés razón en lo que decís, María
cayó otra vez en las redes de Laura. Pero ya son grandes, mi
chiquita, así que la responsabilidad es compartida. Touché!
Tras lo cual se estrecharon la mano y sonrieron complacidas.

Entrega 24 de abril

Capítulo XXVI
Con la abrupta separación (imprevista pero no imprevisible),
a Mauro le resultaba difícil tener su ropa como quería.
Con su mujer la comunicación se había tornado casi
inexistente, y como él no le daba indicaciones a Clarisa, la
chica que se ocupaba de los quehaceres de su casa, además
de que rara vez se la cruzaba, tenía que encontrar la forma
de resolverlo. Ninguna de las camisas colgadas en el placard
era la que estaba buscando esa mañana.
Las alternativas posibles eran: o bien dejarle una nota a
Clarisa, o bien comenzar a ocuparse de su ropa personalmente
y llevarla al famoso Lave-Rap. Opción esta última
que no le gustaba para nada pues le habían comentado que
en las máquinas se mezclaba la ropa con las zapatillas, incluidos
los pañuelos. Y aunque Mauro era bastante desprolijo
para muchas cosas, en algunas otras era muy remilgado.
Particularmente en esta.
Pero allí no terminaba la interna con su mujer: la heladera
contenía estrictamente aquellos alimentos que a ella le
daban placer. Desde luego que las “verduritas, ensaladitas,
frutitas” que el gordito simplón le había solicitado en los
últimos días no estaban contempladas. Y se lo había dicho
así, en diminutivo, porque había creído que iba a lograr su
cometido, que iba a ser más efectivo.
Su argumento había sido: “Eso de comer afuera no me
sirve, necesito bajar más rápido. Porque en el súper es fundamental
mi imagen, considerando el cargo que tan generosamente
me ofreciste cuando nos casamos”. Desde luego
que su real motivación no era otra que lograr ponerse a tiro
de las expectativas de la rubia infartante, no fuera a ser cosa
que se le apareciera otro candidato de un momento al otro.
Diversos episodios en la historia reciente de la pareja
supermercadista habían generado un distanciamiento, que
no se había convertido en una brecha insalvable sólo porque
la apoderada de la empresa no lo había querido así. De
lo contrario, podría haber tomado verdaderas represalias en
lugar de establecer sanciones disciplinarias, a la manera de
una madre amorosa enojada con su único hijo.
Lo que, sin lugar a dudas, le hubiera acarreado al gordito
simplón una separación contundente.

Capítulo XXVII
Betty estaba sentada en un banco del patio de la escuela
de Agustina. La noche anterior habían tenido una amable
charla y eso le preocupaba. En lugar de festejar el buen
entendimiento había ido a hablar con la preceptora. ¡Qué
locura! Es que su hija le había respondido con tal serenidad
que eso la había descolocado. Porque ciertos temas eran
cada vez más álgidos de tratar, el estudio particularmente.
Tras conversar con Lisandro por casi media hora (esta
vez a Agustina le fallaron los cálculos, pues su madre estaba
atenta al decurso del minutero y a la trunca charla previa),
Betty se puso a cocinar asistida por su hija, quien intentó
escapar no bien se sacó el delantal. Y en cuanto metió la
fuente al horno, sirvió una copa de vino y un vaso de jugo,
e invitó a la adolescente a retomar el diálogo. Era imposible
que sólo se hubiera llevado tres asignaturas, tomando en
cuenta que durante los fines de semana no la había visto
tocar un libro por más de media hora. En la semana no sabía
qué hacía pues ella trabajaba todo el día, pero sospechaba
que no era muy diferente su actitud. La conocía de sobra,
al igual que Rodolfo. Pero Agustina había demostrado tal
aplomo, tal tranquilidad espiritual que ni el mismo Sathya
Sai Baba hubiera podido emular.
La frutilla del postre resultó que, después de cenar, lavó
los platos por iniciativa propia.
—Debe haberse llevado como mil materias, ¡me quiero
morir! —le dijo Betty a Emilce, quien tenía las planillas de
los profesores en las manos.
—Yo hubiera preferido que esto no pasara, me siento
como una delatora y sé que no lo soy, pero bueno, los chicos
joroban todo el año y después pretenden que una los cubra,
y eso no es posible. No puedo arriesgar mi trabajo, ¿no le
parece, señora Mouras?
—Soy Dumas, Emi, o Betty si preferís. Lo de Mouras
dejalo para Agustina, yo ya me liberé. ¿¿¿Y???
Emilce puso cara de circunstancia y le mostró todas
las planillas: además de Gimnasia, también había reprobado
Música. ¿Por desafinada, por no poder marcar el ritmo,
por no memorizar las canciones patrias? ¡No, por haberse
retirado de la escuela sin permiso en el horario de la
mencionada asignatura! La adolescente había creído que la
profesora, bastante corta de vista por cierto, no iba a notar
su ausencia en los últimos minutos de la clase. El punto fue
que lo notó auditivamente: percibió que en el coro de voces
femeninas, la soprano con registro más agudo no emitía
sonido alguno. Y acudió cual Exocet a la dirección de la
escuela para reclamar su cabeza a las autoridades.

Capítulo XXVIII
Mauro salió de la cochera y estacionó la 4x4 a un costado,
pocas cuadras después. Antes de entrar a trabajar tenía
que agendar algunas cosas, su memoria no era demasiado
buena. Tomó el bloc adosado al parabrisas por una sopapita
y comenzó a anotar. “Jueves: comprar tres pares medias
y dos chombas golf, ver a mecánico por manguera agua.
Viernes: sacar turno dietólogo, ¡ya bajé un kilito más, doc!,
ir a dietética, y, la gran puta, de algo me estoy olvidando”.
En ese momento abrió los ojos de golpe. La rubia teñida
salía de un edificio. Llevaba el mismo bolso del otro día al
hombro pero iba con ropa de calle, no vestía ese horrible
uniforme. El Gerente de Ventas no salía de su asombro. Jamás
hubiera imaginado que tan cerca de su hogar pudiera
vivir ella. La observó atentamente, quería conocer sus hábitos,
sus gustos, sus intereses, todo, si no, ¿cómo iba a lograr
seducirla? Tendría que consultarlo al forzudo para apurar el trámite,
jajaja, se dijo. Volvió a mirar la hoja. Forros seguro que no
eran, pero cómo me gustaría, pensó.
Con expresión ganadora, el gordito simplón anotó la dirección,
puso a Adele en la compactera y arrancó arando.

Entrega 14 de mayo

Capítulo XXIX
Rodolfo trabajó arduamente ese día. En breve volvería a
desaparecer y sabía que debía cumplir con la misión asignada.
Era lo único que lo salvaría ante el Directorio en caso
de que su jefe directo quisiera desplazarlo. Por lo cual decidió
ser franco con Quiroga pues no sólo había resultado
un buen tipo, sino que lo mejor era evitar que se convirtiera
en un enemigo potencial. Atardecía y estaba en la oficina
de su superior ocasional. El clima era ameno, tomaban café
y comían bombones. La caja estaba abierta, semivacía, y el
papel de regalo hecho un bollo al costado. Entonces ambos
se enteraron de una parte, muy pequeña, de la vida del otro.
Nunca habían entablado una conversación personal.
Andrés tenía cinco hijos y estaba casado con la misma
mujer hacía casi treinta años. Había trabajado en varias empresas
hasta que había decidido aceptar el cargo que tenía
pensando en vivir más tranquilo, pero se había equivocado.
La vida de supermercadista no era para nada liviana. (Sobre
todo considerando la directa incidencia que tenía la
economía de un país en el rubro alimentario.) Por lo cual
estaba bastante arrepentido. Pero ya le faltaba muy poco
para jubilarse así que la perspectiva era “agua y ajo”, que era
la versión apta para menores de trece años de “a aguantarse
y a joderse”.
Rodolfo contó su parte y el otro lo envidió: su libertad,
su inconformismo, su vida al límite... Porque Mouras le
confesó su actividad undercover. “¿De qué vida al límite me
hablás? ¡Me hacés sentir el 007, jajaja!”, le dijo. El porteño
se sintió henchido como un pavo, y decidió que esa noche
pasaría por una de las mejores vinerías de la ciudad, de
camino al amoblado, y se regalaría un cabernet sauvignon,
cosecha 2007, que venía observando desde su desembarco
en la provincia mediterránea, y costaba el quíntuple de lo
que solía consumir.
Con desgano, ambos hombres se pusieron los anteojos y
comenzaron a comparar planillas, cada uno tenía su juego.
Los dos bufaban. Finalmente, el Gerente Regional tildó con
rojo varios ítems y miró al Supervisor de la casa central.
“Tenés razón, esto no cierra ni con un corsé, voy a tener
que suspender a los dos encargados. Una lástima, son buena
gente pero se mandaron un moco”, dijo.
Mouras tomó un último bombón y su juego de planillas
y se dirigió a su oficina. Aunque había logrado averiguar
dónde estaba el problema, su viaje no iba a acortarse. Sabía
que sólo era la punta del iceberg. Debería afinar el lápiz para
encontrar lo que había debajo, fuera lo que fuese. Pero lo
aguardaba otra complicación ese miércoles, pues aún no le
había respondido a Rivarola Pinedo el mail rajante del día
anterior. Se sentó al escritorio y cuando se disponía a encarar
el último tramo de su jornada laboral, notó que su correo
personal tenía un mensaje de Betty calificado de urgente.
¿Se habría arrepentido? “Tenemos que hablar. ¡A tu hija la
mato! Ahhhh, el otro día estuviste in-me-jo-ra-ble”, leyó.
Pasó en un segundo de la bronca a la plenitud, para volver
a la bronca. Pendeja del orto, ya vas a ver. Por fin estamos de
acuerdo en algo. En realidad, en un par de cositas, jajaja, se dijo.
Su celular le avisó que tenía un mensaje: era de Agustina.
“Hola, pa, cuándo venís???” Sin darle respiro el aparato le
anunció la llegada de otro. Esta vez era de Adriana. “Me
encantó tu llamado de esta mañana, pensé que no querías
volver a verme. Un beso. La Giovannini”, decía.
Mouras se quedó con la vista perdida. Todo lo ocurrido
en los últimos días comenzó a desfilar ante sus ojos como
en un tiovivo. Volvieron a asaltarlo las dudas, los temores,
los riesgos a los que se estaba exponiendo… Había olvidado
entornar la cortina de la ventana que daba a la oficina
general para tener privacidad, y un par de empleadas lo observaban
risueñas. Quiroga apareció de la nada y se atravesó
en la línea de fuego, lo que motivó que ambas retomaran
de inmediato su tarea. Su subordinado ad hoc reaccionó y
ambos hombres cabecearon. Pero antes de hacerse eco de
las demandas familiares, decidió responderle a su jefe directo.
No fuera a ser cosa que él también terminara suspendido.

Capítulo XXX
Miriam comenzó su día con un buen té de hojas cargado,
cortado por un chorro de leche y acompañado por tostadas
con mermelada y manteca, rodeada por verdes ejemplares
de la botánica de varias tonalidades; las flores no llamaban
particularmente su atención. Había decidido ser “la nueva
Miriam”, y no sólo a partir de retomar los estudios, sino de
plantearse cuáles eran sus necesidades, sus ganas, sus intereses.
Lo que la llevó a eliminar a Clarisa de su órbita durante
los fines de semana, porque tenerla como testigo mudo
de su actual situación marital no le apetecía, no estaba en
absoluto conforme con haber tenido que tomar la decisión
de enviar a su marido al cuarto de huéspedes. En la semana
nunca se habían cruzado ella y Mauro, él salía para el supermercado
bastante antes de que Clarisa llegara, así que no
se producirían encontronazos en público. Cuantas menos
olas pudieran formarse, mejor para todos. Tomó entonces
su lapicera de oro (porque Fernández era así, no usaba la
birome tradicional), y apuntó en una pequeña hoja de color
amarillo que dejó sobre la mesada de la cocina: “A partir
de ahora, Clarisa no vendrá los sábados Así que si necesitás
algo, vas a tener que resolverlo vos”.
Y de repente se detuvo. No podía creer que estuviera
escribiendo tales palabras. ¿Cómo había llegado la relación
a tal punto? ¿Por qué su marido había demostrado actitudes
tan poco comprometidas con su función considerando la
confianza que ella había depositado en él? Era cierto que
Mauro padre había llevado la empresa familiar adelante y
que su hijo apenas había tenido tiempo de empaparse, pues
a poco de ingresar la misma había quebrado, pero lo que le
llamaba la atención a Miriam no era la falta de pericia, sino
el desapego, la indiferencia, la dejadez con que el Gerente
de Ventas se comportaba.
En ese momento se retrotrajo a cuándo y cómo se habían
conocido: ella se había reunido con el padre de Mauro para
asociarse y salvar la empresa. Circunstancia que debía haberla
puesto sobre aviso cuando, poco después de su muerte, y
al trascender la estafa de su socio, el gordito simplón la había
encontrado, accidentalmente según sus dichos, en una función
de gala del teatro Colón. ¿Mauro, escuchando ópera, un
sábado a la noche, en época del Oktoberfest en Villa General
Belgrano? Eso sólo podía indicar una cosa: cuán desesperado
estaba tras haberse enterado de que su patrimonio se resumía
a los desgastados muebles del pequeño departamento
de su padre, que era alquilado. El viejo auto ya había sido
liquidado en uno de los tantos intentos por evitar la quiebra.
Y con una seguridad que hacía tiempo no sentía, Miriam
tomó la cartera, las llaves del auto, se guiñó un ojo en
el espejo de la entrada y, tras saludar a Clarisa, salió dando
un portazo con rumbo a la peluquería.
Porque “la nueva Miriam” había decidido ponerse primera
en la fila.
En cualquier fila.

Entrega 5 de junio

Capítulo XXXI
Adriana encendió su notebook. Había logrado resolver
algunas cuestiones estructurales además de aproximarse al
remate de la historia. ¡Nada mal para tan poco tiempo! Cada
vez que viajaba volvía a confirmar que la supervisora de sus
escritos no podía ser otra que Francisca. Sobre todo ahora,
que había descubierto que compartían el mismo sueño.
Y deseaba fervientemente convencerla de que se abocara
a concretarlo, ya que se había liberado del compromiso de
tener alumnos a cargo. Sin embargo, sentía que su abuela no
le había contado la verdadera historia. Por lo menos, no toda.
Aun cuando fuera creíble que una mujer talentosa y con
expectativas hubiera apostado al desarrollo de sus discípulos
y no al propio, lo que no le terminaba de cerrar a Adriana
era que se hubiera postergado por completo. Así que decidió
sonsacarle a granny qué era lo que verdaderamente
había ocurrido. Había dedicado su vida a apoyar, ayudar,
guiar a los demás, ¿no era acaso la hora del desquite? Ya
que Francisca había recuperado su espacio, su independencia
desde su tan merecida jubilación, ¿qué era lo que estaba
esperando?
Su marido había sido un italiano de avanzada y habían
criado a sus hijos en consecuencia, por lo que la familia no
había sido un obstáculo para Francisca en modo alguno. De
allí que su nieta no pudiera comprender por qué se había
conformado, no era posible que “su abuela” se sintiera realizada
sólo con la docencia. Era demasiado exigente y se
exigía demasiado, había fichas del rompecabezas que le faltaban.
Tenía una gran asignatura pendiente consigo misma
y, sin embargo, parecía que no deseaba pasarla a la columna
del haber.
—Fijate que para mí no es así, chiquita.
—Disculpá, granny, ¿pero cómo va a ser igual acompañar
el progreso de alguien que vivir el propio? Decime, ¿hay
algo que no me contaste?
—No sé de qué me hablás, Adriana. No insistas, por favor.
—Como quieras, es cosa tuya. Ah, no quiero olvidarme,
hace rato que vengo pensando que tendrías que ser coautora
de mi novela. ¿Qué me decís?
Francisca se quedó inmóvil con el canasto de la ropa
encajado en la cintura. Sin emitir sonido alguno, se dirigió
a la soga y comenzó a colgar.
Pero aunque Adriana la observó durante largos minutos,
la respuesta no llegó.

Capítulo XXXII
Rodolfo tocó el timbre del departamento de su ex. Era
nuevamente jueves y estaba decidido a cumplir con el cronograma
establecido a como diera lugar. Y si bien no había
hablado aún con ninguna de las dos, estaba claro el porqué
de la urgencia del mensaje de Betty. Así que cuando
Agustina abrió la puerta, la cara de su padre era demasiado
elocuente como para ensayar una disculpa siquiera, desde
ya que una justificación a estas alturas era impensable. Sus
padres le habían dado margen hasta tres materias, pero ella
se había permitido cinco. Algo por demás riesgoso, considerando
que Rodolfo había sido clarísimo en el restorán: no
pagaría más profesores particulares. Y si a eso se sumaba que
estaba en la cuerda floja su fiesta de 15, el panorama no era
para nada alentador.
Aprovechando que su ex no estaba, desplegó su batería
de relojes, franelas, repuestos, mallas, pinzas y demás sobre
la mesa del comedor, y le indicó a su hija, con la lupa ya
inserta en el ojo, que le preparara uno de sus ricos cafés.
—Pa…
—Ahora no, tengo que terminar un par de cositas para
hoy sin falta, ayer no tuve tiempo y esta mañana fui al súper
porque no sabía si hoy lograba volverme.
—Pero quiero hablarte antes de que mamá vuelva, papá.…
—Sé buenita, Agus, ayudá a papito y traele café, después
me contás todo lo que quieras, que para contar cuentos sos
muy buena, ¿dale?
Resignada, la adolescente se fue haciendo pucheros a la
cocina y regresó minutos después con la taza de café que le
había pedido su padre. Y al darse vuelta para dirigirse a su
habitación, un brazo la retuvo.
—OK, contame tu versión de los hechos pero te adelanto
que no quiero más mentiras. Saliste inteligente pero muy
vaga, siempre tenés algo más importante que agarrar los
libros. Te escucho.
Agustina se despachó con una historia que arrancaba
por poco en preescolar, mientras su padre observaba con
angustia cómo el reloj de péndulo descontaba minuto tras
minuto.

Capítulo XXXIII
Rodolfo salió de la relojería luego de entregar las máquinas
que había ajustado poco antes y, al dar la vuelta a la
esquina, se topó con Mauro. Hubo un momento de desconcierto
por parte de ambos pues ninguno estaba preparado
para situación semejante. Mouras sintió una puntada
en la sien. ¿Y si me hubiera enganchado en lo de Fortunato cinco
minutos antes…?, pensó. Para Rivarola Pinedo el malestar
no fue menor, pues reeditó las palpitaciones de días atrás en
los bosques de Palermo, cuando Quiroga lo había puesto al
tanto de los recientes movimientos de su subalterno.
Ninguno pudo articular palabra por varios segundos
hasta que el Gerente de Ventas tomó la delantera.
—Che, estoy esperando que me contestes el puto mail
que te mandé.
—Hola, estoy bien, gracias por preguntar, ¿y vos? Ah, te
cuento que encontramos con Quiroga una serie de irregularidades
grosas allá, cuando leas el mail que te mandé ayer,
bastante extenso porque incumbe varias cuestiones, te vas a
enterar. Y ahora disculpame pero tengo mucho que hacer,
tuve que adelantar mi viaje porque me había olvidado en
casa algunos papeles de suma importancia para el relevamiento
que me pediste. Como salí de raje a apagar un incendio,
no sé si te acordás, algunas cositas se me quedaron
en el tintero, ¿viste? Bye, hasta la próxima.
Rodolfo siguió su camino como si nada hubiera sucedido,
pero al gordito simplón le llevó casi un minuto digerir
la bronca y reemprender la caminata.

Entrega 3 de julio

Capítulo XXXIV
Cada encuentro con Betty resultaba más productivo.
Miriam estaba contenta con la dirección que le estaba imprimiendo
a su vida. Iba a retomar sus estudios, le había
dado un vuelco a su relación de pareja, estaba considerando
seriamente atender sus proyectos.
Pero había algo con respecto a lo cual aún no sabía qué
hacer: la actitud de su marido en Mundocompras.
El supermercado había nacido con González padre y
crecido gracias a Carmelo, lo único que faltaba era que el
Gerente de Ventas lo derrumbara y perder el emporio que
ella había cuidado con tanto esmero desde siempre, y más
aún tras heredarlo. Por lo que, como apoderada de la empresa
que era, decidió reintegrarse a las reuniones de Directorio.
Si sus cálculos no le fallaban, seguían realizándose
el primer lunes de cada mes, como antaño. Para la próxima
faltaban apenas tres días.
Así que tomó los balances que hacía seis meses no revisaba,
puso a Luis Salinas en el equipo, se sirvió una copa de
vino blanco bien helado y, mientras tarareaba una melodía,
comenzó a marcar acá y allá cifras e ítems que le presentaban
reparos. Estaba claro que el lunes iba a ser un día de
mucho trabajo.

Capítulo XXXV
Rivarola Pinedo observaba la planta baja desde su oficina
tras el encontronazo con Mouras. Su insubordinación lo
sacaba de quicio, pero que Quiroga no lo tuviera al tanto le
molestaba aún más. ¿Para qué había Gerentes Regionales si
no sabían ser adecuados soplones, eh? Al fin de cuentas, el
cordobés mucho “señor Rivarola Pinedo esto, jefe lo otro”,
para después terminar siendo un tilingo. “Con los dos no
puedo hacer uno, que los parió”, dijo el gordito simplón
dando un manotazo sobre el escritorio. Con tan mala fortuna
que hizo rebotar el vaso térmico con café que se había
servido de la máquina, el que fue a parar a su pantalón claro.
Y emitió un alarido.
La puerta se abrió de par en par unos segundos después,
y la empleada que le había llevado el sobre lo miró asustada.
—No pasó nada, nena, no te preocupes.
—Ay, señor, déjeme ayudarlo, por favor.
—No te calentés que lo mando a la tintorería, y si no
sale, lo tiro y me compro otro. Para algo soy Gerente.
—¿Quiere que pruebe con una esponjita húmeda, así su
señora no se enoja?
—¿¿Y vos de dónde sacás que mi jermu se va a enojar,
a ver, decime?? Andate, haceme el favor, yo sé lo que estás
buscando pero no lo vas a encontrar. Tengo en la mira a
otra. Ah, cuando salgas, cerrá.
La chica salió con la cabeza gacha, más por lo de “la otra”
que por la actitud agresiva del Gerente de Ventas.
Unos instantes después, el susodicho llegó a la conclusión,
como si adivinara el futuro inmediato, de que lo mejor
era hacer buena letra durante algún tiempo. ¡No fuera a ser
cosa que la foca hiciera cambios de último momento justo
ahora, que estaba aproximándose a su silueta del pasado gracias
a la pérdida de peso y su perseverancia en el gimnasio!
Entonces, en una actitud de arrojo y con absoluta determinación,
Mauro Ezequiel Rivarola Pinedo llamó a su casa
e invitó a cenar a su esposa legítima al restorán que a ella
le fascinaba. La cual se mostró bastante desconcertada pues
hacía meses que no salían, pero igual aceptó. “Por suerte
pasé por la pelu esta mañana y me hice el service completito”,
le dijo. La expresión lo dejó pensando. ¿A qué se referiría
con eso de “completito”?

Capítulo XXXVI
Lo previsible hubiera sido que, al encontrarse, Rodolfo
y Betty hicieran causa común con respecto a la situación
escolar de Agustina. Pero el encuentro amoroso de unos
días antes fue la oportunidad de comenzar con un no planificado
acercamiento. Y en lugar de romper lanzas con su
única hija revivieron anécdotas de épocas más felices durante
buena parte de la cena.
Cuando Betty llegó, tras un ajetreado día de oficina en
Baamonde y Asociados, se relajó la tensión entre padre e
hija, cosa que la adolescente agradeció desde lo más profundo
de su ser. Lo que desembocó en un pedido de pizza y
empanadas por parte del varón presente, quien no permitió
que ninguna “de las chicas” cocinara.
—Decime una cosa, Rodito, ¿al final tu jefe es el marido
de la que conocí hace un año?
Agustina paró de inmediato las antenas, el apelativo no le
dejó lugar a dudas. En caso de que sus padres la dejaran sin
festejo pondría a su abuelo al tanto de la situación. El “Rodito”
era la confirmación que necesitaba. Mouras asintió.
—Entonces no tenemos que comentar tus viajes relámpago
—dijo Betty mirando fijamente a su hija.
Agustina hizo un montoncito con la mano sin entender
de qué le hablaba y, mientras levantaba la mesa, sus padres
establecieron con disimulo el castigo a adoptar. El relojero
undercover fue el encargado de transmitírselo.
—Agustina, hemos tomado una decisión con tu madre.
Te llevaste cinco materias y eso no era lo pactado. Así que
la cosa es así: aunque tu cumple es justo antes de las Fiestas,
el festejo va a quedar pendiente para marzo… —dijo y
la adolescente quiso responderle de inmediato—. Pará, no
terminé. Si para ese momento pasaste de año, hay megafiesta.
Y si no, lola, como decís vos.
La cara de Agustina reflejó odio, pero al ver a sus padres
absolutamente serenos y de acuerdo por primera vez en
años, no tuvo más remedio que capitular. Y los tres brindaron
con la cerveza tibia que quedaba.

Entrega 20 de julio: FELIZ DIA DEL AMIGO

Capítulo XXXVII
Miriam y Mauro estaban muy elegantes, hasta parecían
contentos. A él se le notaba la pérdida de peso y el atuendo
de ella era hermoso. Él se lo elogió en cuanto la vio. Estaba
más linda que nunca, ni el día del casamiento la había visto
así. Esa noche tocaba un grupo, había jazz, blues, soul. Mauro,
en tren de recuperar terreno lo más rápidamente posible,
había pedido caviar, ostras, cordero, champán. ¡Todo fuera
del régimen! Pero una noche especial era precisamente eso:
una noche especial. Y no podía darse el lujo de perder la
confianza que la heredera de Mundocompras había depositado
en él pocos años antes. Así que cuando su mujer lo
miró seductora en el momento en el que sonaba el tema de
su primera cita, no lo dudó ni un instante y la sacó a bailar.
¡Punto para Maurito!
Pero que no se hiciera ilusiones, pues se trataba solamente
de eso: Mauro Ezequiel Rivarola Pinedo no estaba
dispuesto a que Miriam Inés Fernández lo desplazara ni un
milímetro de su cargo. (Al terminar de revisar esa tarde el
informe que su subalterno le había enviado con la firma
de Quiroga, lo había adjuntado al suyo propio y los había
despachado por correo interno para que el Directorio los
tuviera el lunes a primera hora. Aunque desconocía la decisión
de su mujer de participar nuevamente en las reuniones,
el gordito simplón sabía perfectamente que debía reivindicarse
cuanto antes.)

Capítulo XXXVIII
Rodolfo se sentó a ver televisión en su living. Si bien
cuando partió de Córdoba ese mediodía confiaba en regresar
por la noche, el topetazo con su jefe lo había disgustado
lo suficiente como para decidir otra cosa. Extrañaba
su cama, su rutina, sus cosas, su vida en definitiva. Se había
comprado medio kilo de helado al dejar el departamento
de su ex, el postre que más le gustaba, y bebía cerveza en
su chop preferido. Tomó la revista de cable y miró la programación.
Había varias películas buenas, tres las había visto
pero otras dos no. Leyó los argumentos correspondientes
(cada mes más exiguos), y marcó una del primer grupo y
otra del segundo. Daban una después de la otra. Entonces
sonó el timbre. Miró su reloj pulsera, eran las 23.45. Al atender
le cambió la cara. “Ya voy”, dijo bastante cortante.
En la entrada estaba una Betty resplandeciente, que traía
champán y dos copas. Rodolfo la recibió en el palier.
—¿Estás acompañado, Ro? —dijo felina.
—No, nena, pero me parece mejor dejar todo así.
—¿No te gustó el otro día, bicho, a mamita le faltó hacerte
algo?
—No, Betty, estuviste fabulosa pero…
—Dale, bebé, si somos imbatibles en la cama, dejame
que te haga unos mimitos.
—¡Escuchame, por favor! Fue genial y me gustaría repetirlo,
pero no tiene sentido, de esto no va a pasar y lo
sabemos los dos.
—¿Y aunque sea sólo esto cuál es el problema, me querés
decir?
—Betty, conocí a alguien, no quiero cagarla. Es una buena
mina, me interesa…
—Ahhh… ¿Y tanto te interesa?
—No sé cuánto, pero me interesa. ¿Por qué?, ¿vos te
habías hecho ilusiones?
—No, así así, no, pero un poquito, jajaja. No te preocupes,
me voy con la música a otra parte. Si te falla, chiflame,
Rodito.
Mouras la vio alejarse mientras ella le tiraba un beso de
despedida y se arrepintió de inmediato. Pero cerró la puerta
disciplinadamente y subió al ascensor.

Capítulo XXXIX
Cuando el sol comenzó a filtrarse por las hendijas de la
persiana, Miriam abrió los ojos. Miró a su derecha y sonrió
complacida. Apoyada sobre el codo se quedó repasando
mentalmente la noche anterior. Tras un profundo suspiro
que denotaba su estado de total satisfacción decidió levantarse.
Caminó sobre la ropa diseminada en el piso como si
fuera una estrella de Hollywood. Y al acercarse al espejo
del dormitorio se pasó el dedo por los párpados inferiores,
hacía mucho que no tenía ojeras. Luego se observó de la
cabeza a los pies. Estaba desnuda. Se veía enorme, mucho
arriba, mucho abajo, aunque aún se vislumbraba la cintura.
Su rostro expresó reprobación, pero con indulgencia.
“Pensar que con Carme era un bombón, ¡cómo me desbarranqué!”,
dijo con una leve sonrisa. A decir verdad, ella
bien sabía que lo de bombón no había durado demasiado,
su tendencia a engordar siempre la había tenido a mal traer.
Bah, su tendencia a comer de más justo lo que engordaba
era lo que la había tenido a mal traer. Engordar sólo había
sido la consecuencia de su falta de voluntad. “En realidad, él
tampoco me ayudaba. Siempre me traía cosas ricas, masas,
tortas, pastelitos, ensaimadas, churros... ¡¡Una no es de fierro!!”,
dijo Miriam a punto del moco. Pero de inmediato
se recompuso. Porque “la nueva Miriam” debía tener en
cuenta no sólo sus gustos sino sus necesidades también. Y
era evidente que con semejante sobrepeso su salud general
no podía ser de lo mejor. Así que se reconvino con el dedo
índice en alto, mirándose fijamente a los ojos, y se dirigió al
baño. Mientras llenaba la bañera comenzó a cantar una de
las canciones de Adele.
En ese momento, Mauro escuchó entre sueños una melodía
demasiado familiar como para que le pasara inadvertida,
y dio un respingo en la cama. Al girar la cabeza en
dirección de la voz quedó paralizado. Con mucho temor
levantó la sábana: efectivamente, él también estaba desnudo.
Y se desplomó.

Entrega 14 de agosto

Capítulo XL
Agustina se había resignado a cómo venía el verano. Ya
sabía que su cumpleaños quedaba supeditado a los resultados
de sus exámenes en febrero, cosa que le avinagraba el
ánimo, pero sus padres habían sido clarísimos. No tenía forma
de modificarlo. Así que decidió aprovechar la situación
para acercarse a su madre y conseguir profesor particular, no
quería repetir el año pero, sobre todo, ¡¡quería megafiesta!!
Ya había intentado por el lado de su abuelo materno
unos días antes, pero Lisandro era un tipo difícil. Le había
salido con que eran muy caras las expensas del country, la
quita de subsidios de luz, agua y gas había llevado a los servicios
e impuestos por las nubes, el jardinero había aumentado
al doble, el auto nuevo tenía una patente muy cara, y
varios ítems más. Conclusión: no había plata para colaborar
con la única nieta.
—Ya vas a venir a pedirme que te acompañe al médico,
¿y sabés qué? ¡Voy a estar muy ocupada! ¡¡Tomá, tomá y
tomá, viejo choto!!
En eso se abrió la puerta.
—Hola, querida, ¿cómo andás? Si yo no vengo a visitarte,
vos ni me llamás. ¡Qué desagradecida puede ser la
familia, después de todo lo que hicimos tu abuela Nancy y
yo por ustedes!
Si hubiera usado un conjuro, el vejestorio no habría aparecido
tan rápidamente. Betty le hacía señas a Agustina desde
el marco de la puerta para que no se pusiera a vociferar,
sabía que su hija tenía cada día menos pulgas.
—El abuelo tiene una propuesta para hacerte. Los dejo,
Baamonde me espera.
Y ¡shazam! Finalmente había decidido ayudarla. No económicamente
sino dándole clases. Al fin de cuentas, como
pensaba a mil la cabeza de la adolescente, el vejestorio había
sido profesor titular de unas cuantas cátedras universitarias,
así que algo debería saber, algo debería acordarse. ¡El muy
amarrete!

Capítulo XLI
Mauro estaba en la cocina tomando café y miraba la
pared. No podía creer lo que había ocurrido: ¡había tenido
sexo con su mujer! ¿Pero si hacía meses que no pasaba
nada...? ¡O años! Una locura total, llevaban más de cinco
años casados y alrededor de dos sin sexo. ¡¡Qué disparate!!
Es que ella era intimidante, y sobre todo en la cama.
Tanta humanidad junta podía acoquinar a cualquiera. Pero
también era cierto que era una Sofía Loren por tres. No es
que Rivarola Pinedo se hubiera calentado con su chequera
solamente, Fernández tenía lo suyo.
Poco después de casarse en segundas nupcias, una noche
de mucho frío, Miriam accedió a mostrarle a su marido las
fotos de su primer casamiento. Y fue allí que descubrió que
su mujer no había sido así siempre. Si bien era una nena
regordeta y con la adolescencia había engordado aún más,
al comenzar a trabajar con Carmelo se había esmerado lo
suficiente y había bajado de peso. Y aunque con el correr
de los años había vuelto a engordar, cuando realmente se
desbarrancó fue al enviudar, momento en el que decidió
guardar luto riguroso por el resto de sus días. Pero apareció
Mauro en el horizonte y allí fue a parar el luto, no así la
gordura, que en los últimos tiempos había alcanzado todo
su esplendor.
Le deben sobrar como 60 kilos, ¡si era un minón esta boluda!,
se dijo Mauro cuando Miriam apareció por sobre su hombro
y le metió la mano en el pantalón del pijama. Su sorpresa
fue mayúscula pues ella nunca había tomado la iniciativa.
Bastó sólo eso para que se excitara, incluso más que con
la rubia infartante, por lo que se dio vuelta y la arrinconó
contra la pared. A raíz de lo cual decidió tomarse el día libre.
Para eso era el Gerente de Ventas. (Además del marido de
la viuda, claro.)

Capítulo XLII
Aunque recién comenzaba diciembre el sol era demoledor.
La calle estaba llena de colores claros. Los chicos pululaban
y sus risas eran un concierto altisonante y heterogéneo.
Por fin era sábado otra vez y ella quería tomar un café en
medio de toda esa vida. No le importaba el barullo, no le
importaba el smog, no le importaba el calor que apretaba,
sólo quería ser arrasada por ese torbellino electrizante de la
primavera que se aproximaba a su fin.
Betty ocupó una mesita en la vereda y vio a Miriam
cruzando la calle. Se dieron un sonoro beso y una bolsa de
libros cambió de manos. Miriam la apretó contra su pecho
agradecida y engolosinada, mientras la otra comenzó a tararear
la canción que sonaba en la confitería, pero era su
acompañante quien se la conocía de memoria. ¡Mauro se
la había grabado a fuego durante los meses previos! Era del
cd de Adele, obviamente. Así que tomó la delantera y con
bastante precisión la entonó enterita. “¿Vos tomás clases de
canto? Ah, porque parece, ¿no querés prenderte y vamos
juntas? Me pasaron un dato en la oficina, a mí me da un
poco de vergüenza pero me encanta”, dijo Betty.
Miriam tenía ganas de comenzar a cantar. Bah, de tomar
clases de canto, que no era lo mismo. Pero todos empezaron de
algún modo, ¿verdad? Ni la Callas debe haber cantado como un
ángel desde que llegó al mundo, pensó.
“La nueva Miriam” miró a Betty de costado con cara
pícara y entonó, acto seguido, la canción que venía detrás. Y
antes de que terminara, se produjo un aplauso generalizado.

Entrega 4 de septiembre

Capítulo XLIII
Mauro estaba abocado a una de sus caminatas semanales,
y reflexionaba acerca de los últimos acontecimientos con su
mujer, cuando clavó la vista adelante. Lo que vio lo obligó
a detener la marcha y disimular, justo frente a una lencería.
Una señora mayor lo observaba acusadora del otro lado de
la puerta. El gordito simplón se trabó en una pulseada gestual
con la susodicha, lo que hizo que perdiera de vista el
objetivo. Pero al girar en la esquina a la carrera debió frenar
en seco. Y no tuvo mejor idea que atarse los cordones. ¡Horror,
Rivarola Pinedo llevaba zapatillas con velcro! Por lo
que, en un impulso, ajustó las tiras para no quedar del todo
en evidencia. Cuando alguien se paró junto a él.
—Decime, ¿me estás siguiendo o me parece? Vos sos del
gimnasio —dijo la rubia infartante bastante molesta.
—Perdoname, vivo a pocas cuadras y los fines de semana
salgo a caminar. ¡Qué raro verte sola! —respondió Mauro
en franca alusión al morocho grandote.
—Sí, bueno, lo que pasa es que terminamos. Yo vivo acá
nomás —dijo, a lo que Mauro casi responde afirmativamente,
pero se contuvo a tiempo.
—Ah, mirá vos, qué coincidencia. Decime, ¿si te invito
a tomar café está mal? Ya que somos compañeros y vecinos.…
Él se relamía al imaginarla sentándose enfundada en esa
calza atigrada ajustadísima.
Y sus deseos se hicieron realidad. Norma pidió un café
irlandés y él apenas un cortado, “por la dieta, ¿viste?”, a lo
que ella sonrió complacida.
—En cambio, con tu figura, si te pedís unos ravioles al
pesto nadie se va a dar cuenta.
—No te creas, Mauricio, hay que tener disciplina, si no…
—Mauro, Normita, soy Mauro.
—¡Ay, perdoname, soy horrible para los nombres, Mariano!
El gordito simplón, a punto de ofenderse, lo pensó mejor
y llegó a la conclusión de que lo que le interesaba de
la rubia no era lo que dijera, sino lo que supiera hacer con
la boca. Y mientras repasaba mentalmente varias posiciones
que hacía tiempo deseaba practicar, sintió una tensión manifiesta
a la altura de la bragueta.

Capítulo XLIV
El fondo de la casa de granny estaba decorado como para
Navidad y faltaba casi un mes. O más aún: como si se festejara
un casamiento. Los primos de Adriana no habían reparado
en gastos y habían comprado todo tipo de adornos
para agasajar a la futura escritora. En realidad, todos sostenían
que ya lo era por haber escrito varios textos aunque
no estuvieran publicados. Giovannini, en cambio, insistía en
que hasta que los ejemplares de su primera novela estuvieran
en las librerías, su estatus sería el mismo.
El festejo era doble. No sólo deseaban apoyarla en su ansiado
proyecto, sino que había que brindar por el reencuentro.
Cada grupo familiar tenía asignado un plato, la dueña
de casa se ocuparía de las ensaladas varias, incluso de la de
frutas, y las bebidas correrían por cuenta de los jóvenes,
Adriana entre ellos, pues no había aceptado bajo ningún
concepto ser excluida de la división de gastos. Por el momento
estaban confirmadas unas treinta y cinco personas
sobre un total de cuarenta y dos, ya que algunos partenaires
aún no habían respondido.
La empleada de la aerolínea había casi convencido al
tío Fabio de que hiciera uno de sus inolvidables asados esa
noche, pero Francisca, su cuñada, se había ocupado de liberarlo,
pues ya estaba comprometido para el 25 de diciembre,
y no era cuestión de aprovecharse del pobre hombre en esta
ocasión también. De allí que, como docente y Directora
jubilada que era, estableció qué y a quién, como si aquello
fuera un cuartel. Lo que generó una corrida generalizada
para poner en condiciones la heladera del galpón del fondo,
pues mucha de la comida, además de buena parte de la
bebida, sería ubicada allí. En la heladera principal casi no
había espacio libre.
Aprovechando que algunas primas ya habían llegado,
Adriana decidió desaparecer por un rato y salió a caminar
sin rumbo. El sol estaba bajo, faltaba poco para que se ocultara.
Y comenzó a deshojar mentalmente una margarita. Le
importo, no le importo, me importa, no me importa, y así continuó
por varias cuadras. Al llegar a la plaza de su infancia le
vinieron a la memoria algunos recuerdos. Y siguiendo un
impulso se trepó a un árbol. Llegó bastante alto y podía
adivinar de lejos la casa de su abuela. Entonces sonó el celular
y, al tratar de atenderlo, resbaló. Se dio un fuerte golpe
contra la tierra seca y se desgarró la blusa, pero logró llegar
a tiempo.
“Hola… Bien, ¿y vos…? Ay, ¿qué…? No, que estaba haciéndome
la pendeja y me resbalé… Creo que un golpe
nada más, pero me rompí la blusa que me puse la última
vez… Ay, no me hagas reír que me duele hasta el pelo…
Sí, el martes ya estoy en Aeroparque, ¿y vos…? Entonces
nos vemos el jueves. Beso grande… Sí, voy a ir al médico,
cuidate vos también”, dijo Adriana.
Cuando se levantó del suelo con bastante dificultad vio
que se había hecho un tajo de varios centímetros en el brazo,
y que sangraba. Se revisó y no sintió nada fuera de lugar,
aparentemente lo más serio era eso. Instintivamente metió
la mano en el bolsillo y encontró dinero, divisó al conductor
del único taxi a la vista fumando junto al vehículo y no
lo dudó. Tenía que llegar a tiempo a la farmacia para que
Doña Emilia, enfermera diplomada con experiencia en suturar
a todos los pibes del barrio, evitara su desembarco en
el hospital.
Cuando la vio llegar la mujer la miró casi con espanto,
pero Adriana le sacó el susto al recordar riendo lo estúpido
de la situación. “Emi, deme una mano, si no mi abuela me
va a suspender la fiestita. ¡Y no me la quiero perder!”, dijo.
Pero la herida no era tan superficial como parecía, y la
accidentada tuvo que tomar un calmante potente para resistir
lo que se avecinaba.

Capítulo XLV
Francisca reprendió muy severamente a su nieta por
haberse subido a la máquina del tiempo, Adriana la escuchó
con paciencia hasta que terminó. “La verdad es que
me da un poco de miedo ser tu coautora…”, dijo granny
y Giovannini iba a responderle enojada pero su abuela dio
media vuelta y la dejó con la boca abierta. Entonces tiró la
blusa desgarrada en un cesto de basura que había al costado
del bidet, se sumergió en el agua tibia del baño de inmersión
que acababa de prepararse, y mientras se enjabonaba se
puso a cantar a voz en cuello la canción del payaso Plin Plin.
Al terminar, tuvo un acceso de risa que no pudo controlar
y sumergió la cabeza para enjuagarse el pelo.
Su sobrina golpeó la puerta con insistencia, quería usar
el sanitario. Adriana, con resignación, le dio luz verde y terminaron
trabándose en una conversación que les llevó cerca
de media hora. Larisa también andaba mal de amores; más
bien tenía tres pretendientes y cada uno le gustaba por un
motivo diferente. La prima de su madre no lograba hacerle
entender que si ninguno la convencía lo suficiente, debía
dejarlos pasar y esperar al candidato adecuado. “Lo que pasa,
tía, es que a vos no te importa el viejo ese. ¡Seguro que si se
acostó con la ex vos lo perdonarías!”, dijo la chica y Adriana
se quedó en blanco, no supo qué responder. ¡Jamás había
pensado en esa posibilidad! Claro, por eso durante varios
días no había sabido nada de él.

Entrega 14 de septiembre

Capítulo XLVI
¡Qué noche maravillosa!, pensó Adriana. Aunque granny estuvo
como perro en bote hasta muy tarde, ella había disfrutado
como hacía mucho que no recordaba. La comida había
estado riquísima, la bebida ni hablar (con sus primos había
comprado elixires de las mejores bodegas y de las mejores
cosechas), la música había sido un éxito (a cargo de Alexis,
uno de sus sobrinos, ¡quien había abandonado la Facultad
para convertirse en dj!), todo había estado perfecto.
Lo único que estaba pendiente era la coautoría de su
abuela. Además de la respuesta acerca de por qué no había
concretado su sueño. Pero en este viaje no iba a encontrarla.
Francisca no abandonaba la tesitura de que no le estaba
ocultando nada. Sin embargo, Adriana percibía que le habían
puesto un escudo, era evidente que granny se acorazaba
en su interior. Se conocían de sobra para saber que la actitud
inflexible de su abuela era una prueba incontrastable de
que no deseaba avanzar en el tema. Y eso era algo para lo
cual Adriana no estaba preparada. Que ella recordara, con su
abuela nunca habían tenido secretos.
En otro orden de cosas, la herida del brazo le dolía más
que la tarde anterior y le latía. Era domingo y no quería
tener que recurrir, finalmente, a la Guardia del hospital.
¿Emilia la habría desinfectado lo suficiente? Se sacó la gasa
y la observó. No se veía nada bien, aunque sólo se había
cortado con la rama que había aparecido en su camino de
descenso. Y se largó a llorar. Pero no estaba del todo convencida
de que se tratara sólo de un dolor físico. Más bien se
habían sumado varias decepciones en un lapso demasiado
corto. Apenas unos días atrás soñaba con un hombre que
había aparecido repentinamente en su vida. Y casi al mismo
tiempo había decidido revivir su feliz infancia en compañía
de sus seres queridos. Pero todo se estaba haciendo añicos
delante de sus ojos (¿o estaba dramatizando?).
En eso entró Francisca. “¿Tanto te duele?”, le dijo.
Cuando la dueña de casa le apretó el brazo Adriana dio
un alarido. “Me parece que Emilia se quedó corta. Sí, me
llamó para que no me enojara con vos, como cuando eras
chica y hacías cagadas, por eso siempre te llamé pato criollo.
Vestite que vamos al hospital a ver a Urrutia, justo hoy está
de guardia. Si no querés cambiar el pasaje, ese es el precio”,
dijo la abuela.
Y la empleada de la aerolínea, al igual que cuando era
chica, obedeció.

Parte III
No puedes bañarte dos veces
en el mismo río…

Capítulo I
Miriam estaba acodada en la ventana de su dormitorio,
afuera llovía y hacía frío. Se aproximaba la Navidad y parecía
pleno otoño. El clima estaba cada año más cambiante.
Mientras dejaba vagar la vista entre los árboles, recordó la
reunión con el Directorio de unos días atrás: estaba satisfecha.
Por varios motivos.…
En primer lugar, todos los miembros habían quedado
complacidos ante la claridad y la precisión de sus comentarios,
a pesar del desconcierto inicial al verla aparecer ese
lunes. Es que hacía varios meses que no participaba y, evidentemente,
creían que se habían liberado de su presencia.
Pero como apoderada de la empresa, tal cosa no era posible:
Carmelo la había colocado en esa delicada posición no por
ser su esposa simplemente. ¿Acaso ellos habían supuesto que
los hidratos de carbono se le habían instalado también en la
cabeza tras su viudez? De ser así, era su problema, lo que a
ella le competía era la serie de irregularidades que había detectado
en los balances del último semestre. Y todas estaban
localizadas en la sucursal de Córdoba capital.
Para lo que no estaba preparada era para su segundo motivo
de satisfacción: el informe pormenorizado de Mauro
Ezequiel Rivarola Pinedo al respecto. No cabía duda de
que se había esmerado en recuperar terreno, atento a que
venía descarrilando hacía tiempo y en distintas áreas.
Pero esa no fue la única sorpresa que se llevó Miriam
Inés Fernández aquella mañana, pues el ex de Betty Dumas
había resultado ser subalterno de su marido. Cuando
Ibarra, el presidente del Directorio, mencionó quién había
hecho el relevamiento in situ, el nombre de Rodolfo Mouras
no llamó para nada su atención. Pero al llegar a su casa
se acordó de una frase que le había dicho su reciente amiga
la última vez que se habían visto, y no precisamente al oído.
“Ay, mirá, Mouras me tiene harta por muchas cosas, pero
debo reconocer que ha sido mi mejor amante. ¡Rodolfo ha
sido, por lejos, the very best!”, tras lo cual unas señoras muy
paquetas de la mesa contigua fruncieron el morro y pidieron
la cuenta.
Pensándolo bien, Maurito también había sido su mejor
amante, aunque ella sólo podía contabilizar a sus dos maridos.
(Carmelo había sido su primer hombre, y quien había
tenido el privilegio y la tarea de iniciarla en el sexo.) ¿¿Beatriz
de cuántos estaría hablando?? La próxima vez se iba a
ocupar de preguntárselo. ¡Aún tenía tanto por aprender!

Entrega 27 de septiembre

Capítulo II
El reencuentro fue bastante extraño. No sólo Rodolfo
estuvo esquivo los días anteriores, sino que cuando vio a
Adriana, casi deseó no haberlo hecho. Pero ella tampoco
saltó de alegría como lanzada por un resorte. Más bien tuvo
una actitud reticente, para nada espontánea. Estaba claro
que ambos habían reculado con respecto al inicio, pero lo
que aún quedaba por determinar era si al menos se trataría
de una relación light, cuyos mutuos compromisos e intereses
encorsetarían el vínculo.
Adriana revivió los últimos acontecimientos de regreso
a su casa: el martes, al arribar a Aeroparque, su compañera
le comentó que su admirador había estado por allí el día
anterior. La novel escritora se sintió mortificada, una vez
más. “¿No era que viajaba el jueves?”, y sin urgencia por
regresar a su departamento, en el que nadie la esperaba, se
dirigió a la confitería donde habían tomado el primer café
(y el segundo también). Los empleados la recibieron efusivamente
y Adriana aprovechó para hacer una síntesis de
la última semana. Poco después, mientras bebía un cortado
doble que tanto le gustaba, hizo balance. Si bien su viaje
había resultado un éxito con respecto a lo que había ido a
buscar, su abuela la había desconcertado con su sueño postergado,
y Rodolfo le presentaba más incertidumbres que
certezas a medida que se sucedían los días.
Giovannini hizo un alto en el camino, observó el semáforo
y aprovechó para cruzar antes de que los vehículos
arrancaran su loca carrera. Y repasó lo sucedido esa mañana:
Rodolfo apareció en el hall de Aeroparque, mochila y
bolsas mediante, cargado como de costumbre y se acercó a
saludarla. Accidentalmente (o no tanto), la besó al costado
de la boca y ambos disimularon.
Escuetamente le comentó a qué se debían sus constantes
idas y venidas, era hora de que blanqueara con ella su
comportamiento tan anárquico. Era evidente que ella estaba
perdiendo el interés, y de que él no se estaba comportando
como el caballero andante de Cervantes. Incluso le relató,
con cierta gracia, el encontronazo con Maurito. Quien
muy a su pesar se había visto obligado a reconocer ante el
Directorio el buen desempeño de su subalterno en Córdoba.
(¡Y pensar que el Gerente de Ventas lo había comisionado
para sacarse de encima la engorrosa tarea, sin prever que
la misma podría haberle otorgado algunas cucardas, que no
le sobraban!)
Cuando llegó su turno, la novel escritora relató las últimas
pinceladas de su libro, gracias a la compañía incondicional
de su fiel ladera, quien tras mucho dudar había
aceptado finalmente aparecer como coautora. El pequeño
accidente había quedado en el olvido, pues el resabio fue
sólo la dignidad resquebrajada. No tanto por la torpeza de
caer del árbol como por la severa actitud de Francisca. “Por
suerte Urrutia te dejó como recién nacida. Eso sí, ocupate
de arruinarlo, ¿sabés?”, le había dicho. (A la nieta le llevó
el resto del domingo calmar sus ánimos, pero algo le había
quedado absolutamente claro: granny se había convertido en
una sargentona al decidir postergarse para que sus alumnos
alcanzaran sus sueños. Era un hecho que había nacido para
escribir, y fuera lo que fuese que se le hubiera interpuesto
en el camino, la había transformado en un ser implacable.
Adriana estaba decidida a averiguar de qué se trataba, pero
no compartió esto con Rodolfo por considerarlo un asunto
demasiado privado.)
Y al acercarse el momento de la despedida, pues el relojero
undercover debía realizar la recorrida en tiempo y forma,
Adriana se dispuso a formular una pregunta directa acerca
de esas cuarenta y ocho horas que permanecían en la nebulosa.
Pero decidió omitir aquella inusual vestimenta para no
dejarlo en descubierto, para darle una nueva oportunidad.
Rodolfo intuyó lo que se avecinaba, dijo que se le hacía
tarde y que luego se encontrarían para su tercer café. Pero
el famoso gong no logró salvarlo. “Mi sobrina me salió con
algo que me hizo mucha gracia. ¿Mirá si se acostó con la ex,
tía?”, dijo Adriana. Él esgrimió una amplia sonrisa congelada
que duró como un minuto y le palmeó la mano. “Estos
chicos…”, apenas respondió Rodolfo, y le regaló una golosina
que sacó de una de sus infaltables bolsas, le dio un
abrazo apretado y se marchó.
Adriana hizo las dos cuadras que la separaban de su casa
más lentamente que de costumbre. Rodolfo había postergado
su regreso a Córdoba para la noche, por lo cual sería
su compañera quien lo atendería en el mostrador al registrarse.
Caminaba mirando a lo lejos sin ver nada, por lo que
no advirtió al que pasó corriendo a su lado y le arrebató la
cartera, y cayó al suelo desprevenida. Un vecino, que observaba
la escena, al ver que ella estaba bien comenzó a correr
al delincuente, que era un adolescente bajito y escuálido.
La travesía duró apenas porque el rugbier no era oponente,
iba a ser una masacre. El pibe arrojó el bolso en la esquina
sin haber llegado a revisarlo, y atravesó la avenida entre los
colectivos. Cuando el paladín se acercó a la empleada de la
aerolínea, momentos después, ella le regaló su mejor sonrisa
y lo invitó a tomar café a su departamento. A lo que Jeremías,
diez años menor, aceptó gustoso.
Horas más tarde, mientras tiraba en el cesto del baño el
sobrecito de un profiláctico, Adriana Giovannini llegó a la
conclusión de que su viaje a Mendoza había resultado por
demás revelador. (No sólo por lo que había descubierto con
respecto a su abuela materna, sino porque Rodolfo, Ro,
Rodito, no había intentado siquiera negar su “orsai”.)

Capítulo III
El abuelo Lisandro demostró tener menos pulgas aún
que su única nieta. No sólo carecía de paciencia, sino que le
explicaba todo allá por la estratósfera, así que Agustina pasaba
buena parte del día tratando de desentrañar cada centímetro
de papel que habían escrito. Aun cuando para febrero
faltaban dos meses, la adolescente asumió el compromiso de
comenzar a estudiar desde ese mismo momento, pues debía
aprobar al menos tres asignaturas para lograr pasar de curso.
(Más bien, para ser beneficiada con la bendita megafiesta.)
Analía, una de las mejores alumnas, no era muy distinta a
ella. Sin embargo, con mucha perspicacia la reconvino.
—Escuchame, si no te querías perder las vacaciones y la
fiesta, ¿cómo no te calentaste un poco?
—Claro que me calenté, ¿no ves que me llevé nada más
que cinco? ¡No sé qué quieren estos, al final, ¿tener una
hija nerd que se la pase encerrada como una estúpida, eso
quieren?!
—Decime, nena, ¿vos querés decir que yo soy una estúpida?
¿Vos te creés más viva que yo? ¡A ver, decímelo en la cara!
El ping pong entre las adolescentes cobraba minuto a
minuto más vigor, no sólo porque Agustina prefería discutir
con su mejor amiga a tomar los libros, sino porque Analía
se había ofendido de tal modo que no cejaba en su actitud.
No era la primera vez que tenían este tipo de diferencias.
Pero llegó un punto en el que el discurso de Agustina
terminó por cansar a su interlocutora, pues estaba convencida
de que superar la barrera de los 15 le permitiría dejar
de pedir permiso y de dar explicaciones.
—Ay, boluda, ¿de dónde sacaste que te van a dejar hacer
lo que quieras, a ver…?
—Lo hacen todas, ¿por qué yo no puedo? Que yo sea la
más chica del curso no quiere decir nada, ahora yo también
voy a ser grande como ustedes, tarada.
—Yo no hago cualquier cosa, a mí no me interesa.
—Sí, claro, lo que pasa es que no te dejan, pero a mí me
van a dejar porque si no cuento todo.
—¿Y qué vas a contar? ¡Si todos los padres separados se
terminan acostando!
Agustina quedó boquiabierta.
—Sí, los míos también, ¿cómo te creés que se arreglaron
si no?
Poco después, Analía dijo que la esperaban a cenar en su
casa y se fue. Pero no era cierto. En realidad, tenía una cita
con un chico dos años mayor para tomar un helado. Algo
que, por ahora, no tenía ganas de contarle a su mejor amiga.
Agustina, entonces, tras fantasear con el vestido que se
pondría pocos meses después a partir del catálogo que había
traído, encaró una tarea que, a su modo de ver, era absolutamente
terapéutica: se abocó a afinar la puntería. Y usó de
blanco las fotos de su entorno más cercano: Lisandro, Beatriz,
Rodolfo, en ese estricto orden.

Entrega 5 de octubre

Capítulo IV
Mauro estaba absorto, hacía veinte minutos que caminaba
en la cinta y con eso completaba su rutina del día. Al bajarse,
creyó ver al morocho grandote otra vez. Por un momento
sintió un nudo en la garganta, pero enseguida se relajó.
Norma ya no iba al gimnasio, había decidido buscarse uno
más cerca de su casa, pues quería evitar a toda costa volver a
toparse con Tony. Lo que abonaba la ilusión del Gerente de
Ventas de que ocurriera algo entre ellos: ya se habían visto
un par de veces aunque sin las consecuencias deseadas por
Mauro. Algo que le otorgaba tiempo extra para lograr un
físico más cercano a los estándares de la rubia teñida.
En esas cavilaciones andaba cuando sintió una manaza
en el hombro derecho. Apretó por segunda vez el trasero
con fuerza y, resignado, giró sobre sus talones. Pero para su
sorpresa, no era el morocho inmenso sino el recepcionista.
“Disculpame, ¿te sobresalté? Quería avisarte que se te
venció la cuota el otro día, cuando puedas…”, le dijo. El
gordito simplón levantó el pulgar derecho en señal de asentimiento,
mientras le volvía el alma al cuerpo. ¡Cagón, mil
veces cagón!, pensó. Y al pasar frente al espejo en dirección al
vestuario se miró desafiante. Justo en el momento en el que,
efectivamente, Tony pasaba por detrás suyo con rumbo a la
máquina de pesas.
Sin perder un instante, el Gerente de Ventas apretó el
paso, tomó sus cosas y salió del lugar tan rápido como pudo.

Capítulo V
Betty no tenía un buen día, le dolía mucho la cabeza
y se había torcido un pie al salir del subte. Esto de que se
acercaba vertiginosamente el cumpleaños de su hija la tenía
inquieta. Pensaba en cómo comportarse con Rodolfo.
¿Indiferente, molesta, seductora? La confesión de su ex la
había descolocado. Nunca había considerado la posibilidad
de que Rodito gustara de alguien más. Obviamente que
salía con mujeres, pero que alguien distinto de ella pudiera
gustarle en serio no se le había pasado por la mente ni una
sola vez en cinco años. Hasta ahora. Mejor dicho, hasta que
él se lo dijo ¿Pero cuál era el problema? Podía andar con ella
y con la otra, si total no era celosa, podía compartirlo. Con
cada una establecería términos diferentes y listo.…
¡Mentira! La de veces que le había reclamado a Mouras
porque había mirado a otra mujer de más o a ella de
menos. Hasta se había interpuesto entre él y alguna que
lo observaba para evitar cualquier contacto. ¿Compartirlo?
¡Imposible! Eso estaba fuera de toda consideración. Tenía
que encontrar alguna estrategia para no perder lo que habían
tenido hacía bien poco; efímero, sí, pero muy concreto.
Si “casi” había existido una segunda vez.…
¿Tanto le interesaba la otra como para perderse una irreproducible
encamada con ella, además de un Dom Perignon?
Eso estaba por verse.

Capítulo VI
“Estaba pensando en que pasemos las Fiestas en Isla
Margarita, que lo tenemos pendiente, ¿qué te parece...?”,
dijo Miriam, mientras probaba la salsa que estaba preparando.
Mauro acababa de entrar de la calle y quedó petrificado
en el living. Era cierto que habían tenido relaciones varias
veces últimamente, y que ella le había insinuado que volviera
al dormitorio conyugal, cosa a la que él aún no había
respondido. Estaba tan pendiente de la rubia infartante que
todo lo condicionaba a lo que pudiera suceder con ella.
Pero además, el gordito simplón había planificado el
acercamiento a su mujer sólo para conservar su puesto, y en
las mismísimas condiciones, desde ya.
En ese instante, que pareció durar una eternidad, recordó
los últimos tiempos de Mauro padre, en los que se juró no
correr idéntica suerte. A partir de lo cual, y con la diligencia
que nunca lo había caracterizado, se dedicó a asegurar
su futuro, tras quedar huérfano de padre y patrimonio, aun
cuando la candidata seleccionada distaba mucho de la mujer
de sus sueños de juventud. (Lo cierto era que Rivarola
Pinedo ya rondaba la mitad de su vida para ese entonces,
y había visto que las chances de encontrarla se disipaban a
pasos agigantados, en un mar de deudas y accionistas, sin
dote alguna con que salir a flote.)
Por lo que al aparecer Miriam bajo la arcada, chupando
el cucharón, con expresión demandante y apenas el delantal
de cocina sobre su humanidad toda (yo debo haberme perdido
algún capítulo de esta historia, ¿dónde está la viuda afligida con la
que me casé?, se dijo), revoleó el maletín y se abalanzó sobre
ella, una vez más.

Entrega 16 de octubre

Capítulo VII
Agustina llegó a la conclusión de que Analía tenía razón:
lo mejor era esforzarse y tratar de entender lo que Lisandro
le explicaba, porque además de quedarse sin megafiesta iba
a repetir segundo año. “¡Es que odio el estudio, lo odio,
lo odio...!”, dijo la adolescente pateando el piso, momento
en el que se abrió la puerta. “Disculpá que te interrumpa,
mi amor, pero no logro decidirme, ¿qué te gustaría para
tu cumple...? No me salgas con Disney porque eso ya está
requete hablado”, le dijo su madre.
Ella ensayó una cara trompuda pero sabía que no iba a
lograr el efecto deseado, y acto seguido le entregó una lista
de dos páginas. Betty las leyó sin mover un solo músculo
de la cara, le sonrió y salió del cuarto. Tomó la birome roja
del lapicero de la mesita del teléfono y comenzó a tachar.
Finalmente, las opciones se redujeron a cinco de las cuarenta
y tantas iniciales. Las copió en un pequeño papel celeste
de los que se usan en las oficinas y lo guardó en la cartera.
Las dos páginas acabaron en el tacho de basura junto a la
heladera, y se dirigió a encender la luz del balcón.
Pero para evitar reclamos, volvió sobre sus pasos y convirtió
la lista en minúsculos trocitos de papel que fueron
a dar al excusado. Y de inmediato se preparó un vaso de
agua con jugo de limón para tratar de aquietar su cabeza
y su estómago, que ya evidenciaba las consecuencias de su
migraña. Mientras revolvía la sopa (ese día no tenía ganas
de cocinar), decidió en qué consistiría el festejo familiar de
su hija: haría una cena en su casa como las que hacía mucho
no preparaba, y se pondría toda la artillería encima. Iba a
apelar hasta el último recurso antes de tirar la toalla con su
ex. Jamás había dejado de presentar batalla y ahora no sería
distinto, aunque no estuvieran solos no le preocupaba.
Sabía que su padre y la madre de Rodolfo nunca se habían
llevado de perlas, mucho menos desde el divorcio. Varias
veces había intentado mejorar el vínculo a lo largo de
los años, pero los resultados obtenidos habían sido pobres.
Con mayor o menor intensidad, con mayor o menor frecuencia,
con mayor o menor dedicación, con mejores o
peores estrategias, pero nadie podía negar que ella se había
esforzado. Si su entorno deseaba mantener ese statu quo, allá
ellos. (De todos modos era algo que le provocaba cierto
sabor amargo en la boca.)
¡Ay, Nancy, qué pesada tarea me dejaste tras tu partida al más
allá; vos eras la indicada para hacer de intermediaria entre estos
especímenes, mamá, porque los dos tienen una personalidad…!,
pensó Betty mientras dudaba entre servirse una copa de
vino y otro vaso de agua con limón.
Bueno, basta de quejarte, es lo que hay. Comeremos los cinco
juntos, es el cumpleaños de Agustina y sus abuelos no pueden faltar.
Cuando el otro se entere de que va a venir Elvirita se va a poner
como loco. Pero sus cuestiones parentales que las resuelva por su
lado. Yo ya tengo bastante con la adolescencia de mi hija y con la
cuarta edad de mi viejo, porque resulta que con la prolongación de
la esperanza de vida, los viejos chotos se volvieron pendejos de golpe,
¡sálvese quien pueda! Así que me pondré algún vestido provocativo,
me maquillaré como una puerta, y si el otro pelotudo quiere
meterse en mi cama cuando nos quedemos solos, fenómeno, y si no,
aceptaré salir con el librero, ¡quién te dice!, capaz que le tomo cariño
y todo, se dijo Betty a las carcajadas, que repentinamente se
transformaron en llanto prolongado.

Capítulo VIII
El regreso a Córdoba resultó para Rodolfo nuevamente
un alivio en todos los órdenes. Sintió que la provincia mediterránea
era su refugio. ¡Qué locura! Días atrás, en aquella
jornada de capacitación en Parque Norte, cuando Rivarola
Pinedo le había comunicado su inminente desembarco allí,
hasta se le había pasado por la cabeza renunciar. (Algo totalmente
descabellado, pues como relojero no había logrado la
estabilidad económica de la que gozaba como Supervisor.)
No cabían dudas de que había llegado el momento de ordenar
su cabeza, y por lo tanto sus sentimientos. Amorosos
y de los otros.
Lo primero que tenía que hacer para ordenar su cabeza
era asumir que para seguir llevando adelante su pasión debía
ser aún más cuidadoso. Su jefe no había logrado descubrirlo
la semana anterior sólo porque los recursos dialécticos con
los que contaba eran inagotables. En mi próxima vida voy a
dedicarme al marketing. ¡Creo que hasta puedo llegar a colocar el
Obelisco, jajaja!, se dijo el Supervisor relojero en un arranque
de pedantería.
Acto seguido pasó a las féminas. Si estaba todo absolutamente
definido con Betty, ¿por qué entonces casi la había
invitado a subir a su departamento? Pues aunque el encuentro
casual aquel día en la calle hubiera derivado naturalmente
en café-almuerzo-hotel alojamiento (¡hasta era posible
justificar esa tarde gloriosa, gracias al imprevisto derrape
de la hija en común!), Mouras no lograba comprender por
qué, al aparecer su ex con el champán y las dos copas, él había
dudado. ¿Se trataba solamente de una reincidencia o aún
no se habían dicho la última palabra? Fuera como fuese, él
había conocido a otra mujer y no quería traicionarla. “Ese”
había sido su discurso para detener la situación.
Pero como si un velo se hubiera descorrido de golpe,
realizó un gran descubrimiento: ¡con Adriana aún no había
tenido relaciones! Al fin de cuentas, ¿qué había ocurrido
entre ellos, hasta ahora, además de un par de cafés en Aeroparque,
algunos besos furtivos, algunas llamadas telefónicas
eróticas, incluso orgásmicas, a ver...?
Y tras ese detallado punteo, Rodolfo se sintió un verdadero
traidor.

Entrega 30 de octubre

Capítulo IX
Desde que Mauro se puso firme en el gimnasio tenía absolutamente
olvidado el golf. ¿O era más bien desde que su
mujer casi lo había descubierto? ¡Eso sí que hubiera traído
cola! Incluso mucho más que el “siniestro” de la ventana,
como él lo llamó ante la compañía de seguros. Cuando vino
el inspector, al gordito simplón no se le ocurrió mejor idea
que poner a prueba su capacidad creativa e inventó una historia
desopilante. Si había sido capaz de imaginar al morocho
inmenso arriba de una pasarela, podía darse el gusto de
fantasear acerca de lo que quisiera. “Hice una redistribución
del mobiliario en mi oficina, y resulta que los muchachos
del salón me quisieron dar una mano, pero en una mala
maniobra se les cayó el perchero aquel, ¿ve, Jiménez?, es de
metal y no sabe lo que pesa. En fin, un accidente le ocurre
a cualquiera, ¿no?”, dijo.
Sin embargo, el mencionado Jiménez, descreído como
todo inspector de aseguradora que se precie, levantó el perchero
y miró a Rivarola Pinedo en forma socarrona. “La
verdad es que de milagro no atravesó a alguno de ustedes
como si fuera una cimitarra. ¡Estaríamos de velatorio,
entonces!”, exclamó. El Gerente de Ventas no se atrevió a
desafiarlo, quería resolver el “siniestro” cuanto antes. Sabía
que era un excelente cliente, en los años que llevaba en la
empresa era la segunda vez que tenía lugar un percance en
la casa central. Y con respecto a las cuarenta y seis sucursales
restantes, el promedio era bajo también.
Pero volviendo al golf, no sólo debía agradecer que
Miriam no lo hubiera descubierto, sino que tampoco se
hubiera cruzado, hasta el momento, con ningún miembro
del Directorio. Porque, ¿qué habría ocurrido si Ibarra, por
ejemplo, lo hubiera visto ataviado para la ocasión? ¿Acaso se
hubiera ahorrado hacerle llegar el comentario, sin intermediarios,
a la viuda de González? ¡En modo alguno! Aquello
de que “en vida de González eso no pasaba”, frase recurrente
para cualquier situación “sospechosa”, ya era un clásico.
Pues todo lo que se saliera del cauce natural en tiempos de
Carmelo, generaba duda, incertidumbre, descrédito. Sobre
todo, si el promotor del cambio o la novedad era el gordito
simplón. (El hecho de que Miriam hubiera contraído
segundas nupcias no había sido bien visto por nadie y más
aun considerando al candidato elegido.)
Mientras se dirigía al shopping a obtener, entonces, algunas
ideas para la decoración de las próximas Fiestas (en los
últimos tiempos, no escatimaba esfuerzos cuando de sumar
puntos se trataba), Mauro hilvanaba estos pensamientos.
Al llegar, vio aquella calza atigrada que lo había dejado sin
aliento poco tiempo antes. Sin poder dar crédito a sus ojos,
se bajó de la 4x4 y silbó. La dueña giró sobre sus talones y
lo saludó con la mano. Era Norma. Se le transparentaba la
ropa interior. El gordito simplón, como un animal en celo,
en dos zancadas estuvo a su lado. Y cuando le iba a meter
una mano en el trasero, vio a Tony mirándolo fijo. En ese
momento, la rubia teñida tomó desafiante a Rivarola Pinedo
del brazo y lo condujo adentro, por lo que su ex hizo
una especie de puchero, se subió a su Harley Davidson y
arrancó arando.
Pero su viaje fue muy corto, se topó con Miriam que
le hacía señas desesperadas. Tony clavó las botas en el suelo.
—¡Qué hacés, gorda pelotuda! —dijo y su vozarrón resonó
de tal modo que Mauro corrió en dirección a la moto.
—¿A quién le decís foca pelotuda, a ver? ¡Es mi jermu,
repetí que no te oí bien! —dijo Mauro y el morocho gigante
los observó desorientado y de inmediato se disculpó.
En ese momento, Norma se unió al grupo.
—Ay, Antonio, ¿cuándo vas a dejar de hacer papelones?
Ya te dije que lo nuestro se terminó. Dejame vivir tranquila.
Lo siento, señora, no sabía que Mauricio era casado.…
La rubia volvió a girar, pero esta vez sola. Miriam miró a
ambos hombres y la siguió.
—Disculpe, señorita, pero yo a usted no la conozco del
supermercado, ¿de dónde conoce a mi marido? Se llama
Mauro Ezequiel, ¡no me diga que se presentó con otro
nombre, jajaja!
Antes de volver a arrancar, la carcajada del morocho
inundó todo el estacionamiento.

Capítulo X
Adriana se sentía satisfecha, había entregado su original
anillado en la editorial que le recomendara su amiga del
alma, Vilma. ¡Qué mal lo suyo, hacía meses que no la veía y
apenas se tomaron un café de la máquina expendedora! El
editor le había prometido que en menos de un mes le daría
una respuesta. Sea cual sea, la voy a invitar a almorzar a un buen
lugar. Soy de terror como amiga, jajaja, se dijo.
De pronto sintió ganas de compartirlo con Francisca,
pero no. Su desilusión era más fuerte. Aunque figurara en
los créditos del libro como coautora no iba a contarle que
ya lo había presentado. Si la llamaba, se lo diría. En caso
contrario, esperaría el resultado para comunicárselo.
Con Francisca por progenitora, tan entregada a su labor
docente, tal vez Roberta se había visto obligada a convertirse
en lo opuesto para lograr llamar la atención de su madre.
O quizás había bajado los brazos porque granny nunca se
había interesado lo suficiente en ella... Aunque bien podría
haber ocurrido que la sargentona, disfrazada de corderito, la
hubiera hostigado hasta el hartazgo.
Adriana sintió que se le habían quedado varias cosas
en el tintero de su árbol genealógico. El vínculo entre su
madre y su abuela siempre se le había presentado difuso. Si
bien no desconocía que el abuelo Vittorio había sido muy
abierto a los cambios, por lo que había apoyado a su mujer
en todos sus proyectos (y por eso también les habían dado
libre albedrío a sus hijos desde muy chicos), a Giovannini
le habían surgido en estos últimos días muchas preguntas,
muchas dudas acerca de su familia. ¿Por qué siendo la primogénita,
Roberta había sido tan postergada con respecto a
sus hermanos? ¿Acaso la diferencia de edad le había jugado
tanto en contra? ¿Su partida al continente negro era el resultado
de una decisión a conciencia, acaso uno más de sus
consabidos delirios, o en realidad había huido de su propia
madre? Adriana se acordó de un compañero de la secundaria
que habiendo vivido en San Fernando de chico, al casarse
había decidido establecerse en Burzaco, para mantener
una saludable distancia de sus padres (incluso su hermano se
había alejado todavía más: vivía en Campana).
¿Qué secretos abrigaría aquella gran caja que tenía guardada
en el fondo del placard, repleta de fotos y cartas, que
su madre le había entregado poco antes de viajar a Costa de
Marfil? El próximo fin de semana que lloviera se sentaría a
devorarla.
Ordenó los últimos papeles en el mostrador. El día había
sido muy largo, había tenido mucho trabajo. (Su compañera
había faltado argumentando una fuerte descompostura,
pero ella sabía que no era del todo cierto. Cada vez que
Giovannini pedía un día o se tomaba unas horas para diligencias
personales, cosa por demás eventual, Cecilia faltaba
inexorablemente al día siguiente. Y justo la tarde anterior
había pasado por la editorial.) Ya eran las nueve de la noche
y esperaba ansiosa comenzar cuanto antes el fin de semana.
Por el rabillo del ojo creyó ver a alguien conocido parado
justo enfrente, pero no quiso darse por enterada y continuó
con lo que estaba haciendo.
—No te queda nada mal el uniforme, vecina… —escuchó
y al levantar la vista se topó con su nueva conquista,
Jeremías.
—¿Y vos cómo sabías que estaba todavía acá?
—No lo sabía, lo suponía; de todos modos te aclaro que
vine a despedir a alguien.
Adriana no quiso ahondar sobre ese alguien, cuanto menos
supieran el uno del otro mejor. No tenía compromiso,
ni quería tenerlo.
¿Acaso con nadie?

Entrega 11 de noviembre

Capítulo XI
Jeremías subió el auto deportivo por la empinada rampa
del garaje, y desde allí mismo encendió las luces de la casa
y el riego del jardín.
—Tengo un amigo muy sofisticado, ¿viste?, es el capitán
del equipo.
Adriana guardaba en la retina todo lo que veía. Él la
tomó de la mano y la llevó a recorrer el lugar. Era fastuoso:
granito, acero, algunos destellos dorados acá y allá (¿tal vez
oro?), alfombras persas, esculturas, jarrones chinos.
—¿Tanto se gana en el rugby profesional?
—Mirá, si jugás contra los mejores, sí, porque sos uno de
los mejores, y cuando te retirás, te queda todavía resto físico
para gastarlo, jajaja.
Pero ella no se sentía a gusto como la primera vez. El
encuentro, en este lugar, le resultó forzado. Su vecino había
aceptado cuidar la casa por el fin de semana, pues su amigo
había tenido que viajar imprevistamente a Chile por una
cuestión familiar. Por eso estaba en Aeroparque, había ido a
llevarlo. Pero el auto también era prestado. Sobre la chimenea
había una foto del dueño de casa al volante, con traje de
piloto y un trofeo en la mano. Parecía una competencia bastante
importante por los patrocinadores que allí aparecían.
El cuidador ad hoc sacó de la heladera champán, caviar,
pulpo, calamar, quesos varios y alguna cosa más, y la invitó
al banquete. Del otro lado del vidrio, los dóberman observaban
atentos desde el jardín.
—Vení a conocer el parque, es alucinante.
—No, gracias, prefiero conocerlo desde acá. Tuve un pequeño
accidente de chica con un perro y les tengo mucho
respeto.
Adriana se sentía minuto a minuto más incómoda, pero
logró controlar su malestar y se dedicó a disfrutar de los
manjares que tenía delante.
Cuando un largo rato después, tras los juegos amorosos
previos, Jeremías la depositó en la cama semidesnuda, ella se
felicitó por no haber querido indagar en su vida.

Capítulo XII
Miriam cenó sola en el departamento, había pedido pizza
y empanadas. El esfuerzo que había hecho en los últimos
tiempos para acompañar a su marido en la dieta, aunque
fuera varios pasos detrás, acababa de caer en saco roto. Esa
noche ni siquiera lo intentó. Sencillamente había devorado,
y más que de costumbre; tal era su angustia.
Un rato después, puso el equipo de música. Mientras
cantaba a la par de Adele, se sirvió una copita de licor y
comenzó a bailar suavemente. Su marido llegó de la calle y
se asomó por la puerta del living a observarla. Y al finalizar
la canción no pudo evitarlo, prorrumpió en un fervoroso
aplauso. Ella se dio vuelta sobresaltada, tenía los ojos brillantes
y lo miraba con profunda tristeza. Mauro, entonces,
acusó recibo y la acompañó sirviéndose un whisky.
—Cantás bárbaro, no sabía. Deberías tomar clases para
perfeccionarlo. Ah, ¿te parece que contrate mañana el tour
al Caribe? Digo, porque si no quizás no encontremos lugar
más adelante…—dijo.
Miriam se tomó su tiempo para responder. El disco seguía
sonando y ambos estaban callados. Él se acercó y la
abrazó con dulzura, pero entonces ella se largó a llorar con
todas sus fuerzas.
—Dejate de joder, nena, ¿no ves que estoy acá, con vos?
—dijo Mauro acariciándole la cabeza y Miriam le respondió
con un “bueno” apenas audible. Mauro retrocedió el
cd y se acomodó en el sofá—. Señora, ¿sería tan amable de
continuar con el show, por favor? La entrada me salió bastante
saladita, ¿vio?
Miriam retomó el canto mientras Mauro bajaba la intensidad
de la luz.

Capítulo XIII
Había cien por ciento de humedad y llovía a cántaros.
¡Qué mañana horrible! Aunque, pensándolo bien, era apropiadísima
para realizar esa tarea pendiente. Adriana llenó el
termo con café recién hecho, puso todo lo necesario en la
bandeja y desembarcó en la mesa ratona del living, donde
la esperaba la caja del fondo del placard. Se sirvió una taza
y, mientras bebía lentamente, la miraba con fijeza. Acercó
la mano para retirar la tapa, pero se arrepintió y tomó una
galletita. Puso un cd en el equipo y comenzó a dar vueltas
alrededor de la mesa. Y cuando poco después decidió sacarse
todas las dudas juntas, sonó el teléfono.
Era Francisca, parecía que había intuido lo que su nieta
tenía en mente. Conversaron sobre la novela un largo
rato, hasta que Adriana le dijo que quería revisar una vieja
caja de su madre y que charlarían en otro momento. Pero
granny no deseaba cortar y formulaba una pregunta tras otra.
Finalmente, en tono poco amistoso, la dueña de casa logró
liberarse, aunque de inmediato se sintió culpable. A pesar de
lo cual, tomó un atado de cartas y se dispuso a leer.
...
La luz había disminuido y ya no llovía. El velador estaba
encendido, y las cosas de la caja estaban desparramadas por
toda la mesa ratona. El termo se había vaciado. Unos puchos
irreverentes se asomaban desde el cenicero. El equipo
de música seguía encendido, pero no sonaba nada. Adriana
no podía disimular su malestar. Y volvió a sonar el teléfono.
Miró el identificador de llamada y atendió.
Su mirada estaba brillante. “¡Hola, ma, ¿a cuántos animalitos
del señor salvaste de los cazadores últimamente?!”,
dijo. La conversación duró alrededor de media hora, en la
que Adriana encendió un cigarrillo y aspiró profundamente,
como si hubiera fumado toda la vida. Escuchó más de
lo que habló, su madre tenía toneladas de novedades para
contarle, según sus propias palabras. Miguel hablaba desde
otro auricular, ninguno de sus padres quería perder protagonismo,
algo que ocurría desde que ella tenía registro.
Aprovechando que ambos coincidieron en inhalar al
unísono, Adriana les contó acerca del libro. Y como no obtuvo
respuesta inmediata (ninguna), creyó que se había cortado
la comunicación. Pasaron varios segundos hasta que se
escuchó un grito en la línea y varios aleluya. A partir de lo
cual, la conversación se prolongó por otra media hora.
Cuando Giovannini cortó un rato después se dio cuenta
de que, por fin, había logrado llenar los agujeros negros de
su historia.

Entrega 29 de noviembre

Capítulo XIV
Adriana estaba furiosa. Después de una noche de viernes
como pocas, el contenido de la caja la había ensombrecido
al día siguiente. Pero aún faltaba lo peor.
Francisca, su abuela, “granny”, se había tomado el trabajo
de llamarla apenas despuntó el domingo, para asegurarse de
que aún estuviera en casa y así poder conversar con tranquilidad.
Con tranquilidad para ella, pues lo que en realidad
deseaba era despacharse con un airado reclamo, durante el
cual su nieta casi no pudo colar interjección alguna. La única
frase que recordaba haber dicho era: “¡O sea que a vos
lo que te preocupa es que yo me haya enterado!” Dicho lo
cual, hubo una segunda catarata verbal. Era evidente que se
había comunicado con Costa de Marfil. Adriana no podía
creer lo que escuchaban sus oídos, así que cuando su capacidad
auditiva llegó a su fin, simplemente cortó.
Pero el teléfono volvió a sonar, y con perseverancia. La
bendita existencia del contestador no alcanzó para paliar
la andanada de timbrazos que se sucedieron. Lo que llevó
a Giovannini a tomar la segunda medida sanitaria: procedió
a desenchufar el aparato. Y mientras la radio funcionaba
como música ambiental, se preparó el desayuno. Permaneció
colgada de las nubes durante un buen rato, deshojando
margaritas mentalmente como en la plaza mendocina pocos
días antes.
Cuando por fin estuvo lista para salir de caminata, una
larga hora después (y confiando en que su abuela habría desistido
de la persecución comunicacional), conectó nuevamente
el teléfono. Pero al girar sobre sus talones con rumbo
a la puerta se produjo una nueva llamada. ¿¿De Francisca
otra vez?? Para no correr riesgos escapó del departamento,
no quería que el teléfono volviera a atraparla.

Capítulo XV
Faltaba muy poco para las Fiestas, y el supermercado estaba
siendo decorado. Globos, guirnaldas, piñatas, adornos,
canastas, un par de Papá Noel en dos punteras; el Directorio
no había escatimado esfuerzos para que la competencia se
viera en problemas. ¡Pobre Arístides Basualdo, en vida de
Carmelo González no había logrado sacarle ventaja, y ahora
menos! No por el Gerente de Ventas (aunque había aportado
las últimas ideas), sino por su viuda, porque a Miriam no
había con qué darle cuando de subirse al podio se trataba.
Las cuarenta y siete sucursales habían sido tenidas en cuenta,
y de la misma forma.
Su primer marido le había enseñado que, para alcanzar
el éxito en el mundo comercial, había que tener en cuenta
tres aspectos fundamentales: calidad, contraste y masividad.
Solía decirle: “Mirá, mi pimpollito, lo básico es no comprar
porquerías; en segundo lugar, hay que atrapar la atención de
la gente con cosas llamativas, y por último, hay que ofrecer
para todos los bolsillos. El secreto está en llenar las arcas
del tesoro con la plata de todos los potenciales clientes”.
Y como a ella no le había resultado difícil comprenderlo,
pocos años después de casarse se había convertido en la
apoderada de lo que más tarde llegaría a ser un emporio. Y
si bien siempre habían hablado de llegar a las cien sucursales,
Miriam había dejado aquel objetivo en el arcón de los
recuerdos porque sin su Carmelo ya no soñaba a lo grande.
Sin embargo, su nuevo rol de benefactora le permitió
desplegar, en miniatura, aquella capacidad ejecutora que
tanto la energizaba.
A propósito, pensó, ¿cómo irán las obras de la escuela? Porque
en marzo tiene que estar todo en condiciones. Voy a tener que darme
una vueltita antes de viajar para darle el segundo cheque a la
Directora. El tercero va a ser para la biblioteca, hay que apostar a
la lectura o vamos a volver a la prehistoria.

Capítulo XVI
Rodolfo estaba tomando mate y miraba por la ventana.
¿Dónde andaría la nena de unos días atrás? ¿La madre le habría
prohibido volver a asomarse? Hablando de madres, aún
no había llamado a la suya. Y, cosa extraña, ella tampoco lo
había hecho. Mouras temía con justa causa que algo se estuviera
gestando en su cabeza. ¡Eureka! Debería estar ofendida
porque se aproximaba el cumpleaños de 15 de su única
nieta y nadie la había invitado. ¡Y lo bien que hacemos!, se dijo
Mouras. Sin embargo sabía que no iba a ser fácil evitar su
presencia. Era un acontecimiento demasiado importante en
el mundo occidental y cristiano como para argumentar haberse
olvidado. Pero cómo le hubiera gustado...
De pronto sonó el timbre y, a punto de abrir la puerta,
se dio cuenta de que estaba en calzoncillo. Manoteó una
camisa, se la puso y abrió asomando la mitad del cuerpo. Era
la nena. “Hola, señor, mi mamá necesita un poco de azúcar,
¿usted le podría prestar?”. La joven vecina le extendió una
taza y Rodolfo desapareció llevándosela. Al regresar, estaba
la nena junto a su mamá, y cuando entregó la taza llena, la
mujer lo miró muy enojada. “Voy a tener que hablar con la
administradora, hay mucho perverso suelto. Vamos, Camila”,
le dijo. La nena se fue arrastrada por la madre haciendo
pucheros, y Rodolfo quedó desconcertado. Al cerrar la
puerta, giró y deseó no haberlo hecho. En la pared de atrás
había un espejo que lo reflejaba de cuerpo entero. La verdad
era que la suerte no lo estaba acompañando últimamente.

Entrega 14 de diciembre

Capítulo XVII
Betty estaba revisando el contenido del modular del
living. Se encontró con vasos, copas y platos en mal estado.
¡Cuánto hacía que no invitaba a nadie! Se vería obligada a
comprar algunas cosas en su reemplazo. No tenía pensado gastar
plata en esto justo ahora, se dijo desanimada. Ya tenía bastante
con tener que organizar una reunión a la que ninguno
de los participantes estaba convencido de asistir. Si hubiera
podido evitarlo, lo habría hecho. Pero no había forma. Hasta
Agustina le había dicho que no estaba interesada, pero su
madre no le prestó la menor atención.
—Además, papá se va a poner……
—Sí, ya lo sé, pero si no invito a Elvira se va a poner
peor. Ya lo conocés, con él nunca tomás la decisión acertada.
—Ay, mirá quién habla.…
—Agustina, por favor, ¡andá a ver si llueve!
La adolescente dudó unos instantes, pero captó finalmente
la indirecta y se fue dando un portazo. “¡Che, me la vas
a hacer giratoria!”, dijo la madre. En ese momento sonó el
teléfono, otra vez había funcionado el conjuro, pero en esta
ocasión era Elvira. Quería saber si su desagradecido hijo
seguía vivo. Beatriz no se tomó demasiado tiempo en contarle
las últimas novedades, no tanto porque su exsuegra tuviera
una pésima memoria, sino más bien porque solía acordarse
de ciertas cosas en el momento menos oportuno. Lo único
que falta es que conozca a Miriam y a Mauro de algún lado, del
súper seguro que no, porque va a los chinos de la vuelta de su casa,
pensó.
Hacia el final de la charla la invitó formalmente, pero
Elvira demoró unos segundos en responder.
—¿Va a estar Lisandro?
—Por supuesto, sólo quedan ustedes dos, ¿qué me estás
preguntando, Elvirita?
Siempre la había llamado así pues así se la habían presentado,
y durante los últimos cinco años nada había sido
diferente.
—Está bien, contá conmigo. Haré el esfuerzo una vez más.
Tras cortar, Betty Dumas tuvo ganas de estrellar el aparato
contra la pared. Entre Disney, las lolas, la megafiesta,
Lisandro, Elvira y Rodolfo, sintió que debía ser muy fuerte
para no desaparecer repentinamente sin dejar rastro.
Al menos por un tiempo…
Bastante tiempo.

Capítulo XVIII
Adriana trataba de leer un libro. No quería modificar su
rutina. Los domingos solía hacerlo al acostarse pero, en esta
ocasión, no lograba sacarse de la cabeza lo que había descubierto
el día anterior. Deseaba verlo como algo encomiable,
como una tarea abnegada, como algo digno de respeto, pero
no. Tanta dedicación, tanta postergación, tanta saliva depositada
en la importancia de sus alumnos, al fin de cuentas,
había resultado pura palabrería.
Tenía vocación y se había esforzado, pero ese no era el
punto. El meollo de la cuestión era otro. No podía decirse
que había desatendido a sus propios hijos pero tampoco
habían sido su prioridad. Sí lo habían sido, en cambio,
para Vittorio. Él había velado por su crecimiento, tanto físico
como espiritual. Ella se había ocupado de que sus discípulos
no la defraudaran, era falso eso de que había hecho lo necesario
y más para que alcanzaran sus objetivos propios. Lo que
debían alcanzar era los objetivos de ella. Y era absolutamente
cierto que no se había detenido ante ningún obstáculo, nada
le había impedido llegar adonde se había propuesto: ser reconocida
como mentora, como alma mater, como inspiración.
Porque la verdadera historia era que Francisca Manfredi
de Ciccolone, granny, había escrito desde chica. Y soñaba
en su Mendoza natal con ser una de las más prestigiosas
plumas de su provincia, al menos... Porque ella era así, muy
ambiciosa. Ya en la adolescencia había probado suerte en
algunos concursos escolares, y los resultados habían sido
alentadores. Por lo que, al concluir el magisterio, mientras
hacía sus primeras armas en la docencia, había intentado
salir del anonimato como escritora. Pero, una tras otra, las
editoriales le habían respondido que su material no era novedoso,
y que su estilo era demasiado edulcorado. Así las
cosas, Francisca había intentado remediar la situación con la
colaboración de algunos amigos que, desinteresadamente, le
prestaron libros, la acompañaron al cine, revisaron sus textos;
en el afán de superarse y lograr aquello que tanto anhelaba,
no había dudado en restarle tiempo al descanso, la vida
familiar o lo que fuese necesario. Pero aun así no lo había
alcanzado. Sólo había publicado un libro de cuentos porque
a su marido le debían un gran favor.
Presa de una gran desazón, granny se prometió que no
cejaría hasta trascender. Si su prosa no era lo suficientemente
interesante, lo sería la de sus seguidores. No claudicaría
hasta conseguir que su nombre figurara, por lo menos, en
los agradecimientos.
Desde ya que ninguno de los alumnos que logró superarla
desoyó semejante mandato, y todo aquel que se acercó
al podio de los inmortales, la consignó no sólo en las primeras
páginas, sino también, y por sobre todo, en cuanta
entrevista se le pusiera a tiro.
Esas fueron las confesiones que Adriana leyó de Roberta,
su madre. Y eso fue justamente lo que Francisca reclamó
a ambas mujeres horas después.
Haciendo un balance justo y desapasionado, Giovannini
estaba en deuda con ella desde que tenía memoria. No sólo
por haberla incentivado a escribir sino porque en un sinnúmero
de ocasiones le había corregido sus textos. Pero
decidió que sería la primera y la última vez que le propondría
ser su coautora. De ahora en más se ocuparía de
buscar un tutor que supervisara su “tinta”, para adquirir las
herramientas del lenguaje de las que pudiera carecer. No
quería seguir en deuda con alguien tan preciado, que había
descendido repentinamente varios peldaños en la órbita de
su estima.

Capítulo XIX
Y por fin llegó el día. Betty llevó lo último que faltaba a
la mesa y se sentó. Elvira, Lisandro y Agustina estaban serios.
Ella les convidó pan casero que había horneado esa misma
tarde. Los minutos transcurrían y Rodolfo no llegaba. Le
había avisado que sería un día de mucha recorrida: el viaje
anterior había debido suspenderlo dado que en Córdoba se
estaban precipitando los acontecimientos. Los encargados
de la sucursal no eran los únicos responsables de la actual
situación.
Todos miraban alternadamente el reloj de péndulo. El
aire se cortaba con cuchillo.
—¿Y, nena, cómo va la escuela? —dijo Elvira. Lisandro
carraspeó mientras Betty ofreció la bebida.
—Todo bien, abuela.
—Bueno, bien bien no sería lo más preciso, ¿eh, querida?
—terció el abuelo. Beatriz lo miró con reprobación y Elvira
se molestó.
—Pero digo yo una cosa, ¿soy de esta familia o vine de
visita, che? —dijo la abuela y Agustina resopló.
—Sí, sos, me llevé varias, ¿estás contenta ahora?
—La que no tendría que estar contenta sos vos, pero
seguro que no pasó nada, así que por qué me voy a hacer
problema yo.
La dueña de casa sintió que se le subían los colores a
la cara y su padre la pateó por debajo de la mesa. Y en ese
momento sonó el portero eléctrico. Betty se levantó como
un resorte y retuvo la mano de su hija para evitar que se
moviera. Instantes después salió al pasillo a esperar a su ex.
Cuando Rodolfo bajó del ascensor, notó que algo no le
habían contado.
—No me vas a decir que… —no fue necesario que siguiera
la frase, la cara de Betty lo decía todo.
—Vos sabés que no había opción, y no te avisé antes
porque te hubieras inventado algo. Así que respirá hondo,
ya empezó el baile, y entrá como si vinieras a la mejor de las
reuniones, por favor. Si no, la que se va soy yo.
Mouras se dio cuenta de que ella hablaba en serio, por
lo que asintió levemente, tomó el arsenal que siempre llevaba
consigo y la siguió. Sin olvidar regalarle un silbido de
aprobación. Betty le dedicó una gran sonrisa y lo ayudó con
todo lo que cargaba.
Elvira y su hijo no se veían hacía meses. Tampoco habían
hablado recientemente, por lo que su reencuentro fue
bastante distante. Elvira nunca había aceptado que Rodolfo
abandonara la Facultad, ni siquiera Bellas Artes, y mucho
menos había comprendido su pasión por los relojes. Estaba
convencida de que su marido, el padre de Rodolfo, había
llevado una vida más lógica que su hijo, más sensata. Algo
que no pudo evitar comentar esa noche también.
—¿Más sensata para quién? ¡Si era un empleadito de
oficina!
—Claro, total vos sos el relojero de la NASA, ¿no?
Rodolfo le clavó una mirada asesina pero no respondió,
y Betty aprovechó para servir los platos. Lisandro, tratando
de no inmiscuirse en el intercambio materno-filial, se
ocupó de rellenar las copas.
—Es mi cumple, ¿alguno se acordó de comprarme algo?
—No seas ansiosa, hija, cuando brindemos con el champán
será el momento de los regalos.
—¡Mamá, no es Navidad, no hay que esperar a las doce
de la noche! —dijo Agustina. Elvira le palmeó la mano y
Rodolfo le quiso hacer cosquillas, pero ella estaba muy disgustada.
—Perdón, ¿de quién es el velorio que no estoy enterada?
—dijo Betty, comenzando a molestarse, a lo que su ex
respondió con una sonora carcajada.
—Uy, Rodito te festeja los chistes, por qué será, ¿no?
—dijo la hija en común que estaba filosa como en cada
reunión familiar.
Lisandro terció con una muñeca envidiable.
—Che, si mal no recuerdo es tu cumpleaños y pareciera
que te importa un comino. Así que si querés andá a tu
cuarto, que nosotros vamos a dar cuenta de las delicias que
hizo mi hija, que además está rutilante, ¿no, pibe? —dijo,
guiñándole un ojo a su otrora yerno—. Y cuando llegue el
momento del café, si quedó algún hueso para que chupes, te
llamamos, ya que te la pasás chumbando, perrito malcriado.
Ante semejante elocuencia, la única nieta no tuvo más
remedio que callarse y esperar. Betty y Rodolfo se taladraban
con la mirada.

Capítulo XX
Agustina bajó del taxi mientras Lisandro y Elvira la despedían
con la mano. En la puerta la esperaba Analía, en
pijama, muerta de risa. “¿Qué hacés, boluda, te echaron de
tu casa, jajaja?”, le dijo. La descendiente de Mouras-Dumas
la miró molesta y entró sin despedir a sus abuelos. Analía
agitó la mano y les tiró un beso, logrando que ambos se
fueran contentos. “No me hacés caso, tarada, te vas a quedar
en segundo”, se quejó.
Cuando estuvieron en la habitación de la dueña de casa,
desparramaron todo sobre las camas (Analía había mandado
a su hermanita a dormir con su abuela). Había cinco regalos.
Lisandro le había dado dos, uno por él y otro por su mujer,
todo un caballero. ¡Y pensar que la nieta lo llamaba vejestorio,
si sería ingrata! Eran una blusa y un perfume. Muy
fino todo y de un gusto a prueba de adolescentes. ¡Punto
para el nono! Elvira, que siempre hacía obsequios de mal
gusto, le había comprado un hermoso vestido, ¡con lo cual
había dejado a todos con la boca abierta! Principalmente a
su nieta. Además, había recibido una hermosa cadena de oro
que hacía juego con un par de aros, conjunto obsequiado
por sus padres.
—¡Y vos decías que tu familia era amarreta!
—Pero yo quería ir a Disney —dijo.
Analía la miró con mala cara, se tiró en la cama y prendió
el televisor. Cuando volvió a mirar a su amiga poco
después, descubrió que la cumpleañera se había puesto todos
los regalos (incluido el perfume), y se había quedado
dormida. Y apagó la luz.

Capítulo XXI
Rodolfo se sirvió un poco más de champán, estaba desnudo
bajo la sábana. Y observaba el cuarto. Había quedado
bárbaro después de la redecoración, qué buen gusto tenía su
ex. Y pensar que él no había accedido a trasladarse al living
por unos pocos días cinco años antes.
Repentinamente reparó en que su celular estaba sobre la
mesa de luz. Cosa extraña pues lo había dejado en el saco.
La última llamada realizada había sido a Adriana Giovannini.
Miró en dirección del baño, en suite, bastante enojado.
¿Acaso la madre de su hija estaba celosa? Ridículo, se habían
separado de común acuerdo, y poco después ella había iniciado
los trámites de divorcio.
Sin embargo, en ese momento sintió ganas de provocarla
y llamó. Pero la empleada de la aerolínea no atendió tampoco
esta vez, a pesar de lo cual, aprovechando que Betty salía
del baño (enfundada en un hermoso camisón corto de seda
cruda), dejó un mensaje. “Hola, soy Rodolfo, hace rato que
no sé nada de vos. Bueno, estoy en Baires y me voy el domingo,
quizás podamos tomar algo juntos. Un besito”. Ella
se hizo la indiferente pero bullía por dentro, se le notaba
porque tenía la boca apenas torcida, rictus frecuente cuando
algo le molestaba mucho. Rodolfo no hizo mención al
respecto, le rellenó la copa y brindaron. Y, de inmediato, se
fundieron en un beso apasionado.

Capítulo XXII
Lisandro y Elvira iban juntos en el taxi. Vivían bastante
cerca, por lo que decidieron compartir el gasto. Aunque lo
más prudente hubiera sido que cada cual fuera por su lado,
pues siempre se habían ladrado.
En realidad, era Nancy quien siempre había hostigado a
Elvira. Y él se había limitado a apoyarla, aun cuando nunca
se había tomado el trabajo de averiguar el motivo.
—Decime, Elvira, ¿por qué Nancy se la agarraba con
vos, alguna vez te lo dijo? —preguntó, y ella se quedó observándolo
varios segundos sin responder.
Y cuando el taxi frenó en la puerta de su casa, decidió
contestarle:
—Porque estaba celosa, sabía que me interesabas.
El desconcierto de Lisandro fue mayúsculo. Jamás se le
había pasado cosa semejante por la cabeza.
—Bueno, ahora soy libre, ¿querés ir a dar una vuelta para
tratar de parecernos a una familia? —dijo.
Elvira cerró la puerta y el taxi arrancó.

Entrega 23 de diciembre

Epílogo
Esencia y contingencia

Capítulo I
Era abril. Se aproximaba la Feria del Libro y Adriana aún
no podía creerlo. El editor había quedado muy satisfecho
con el estilo inusual de su primera novela, pues estaba relatada
desde el punto de vista de cada uno de los personajes.
¡Su libro estaría presente en el stand, vaya debut! La editorial
que le había recomendado su amiga Vilma había sido
un golazo. (Ya se había puesto al día con ella invitándola a
uno de los mejores restoranes de la Capital). Granny había
tenido palabras muy elogiosas (a pesar de aquella discusión
telefónica), pero finalmente se quedó afuera de los créditos
(¿a causa de aquella discusión telefónica?). “Es tu primer
hijo literario así que disfrutalo, ya habrá otras oportunidades”,
le dijo. Lo que Francisca no sabía era que “esa” había
sido su oportunidad. Pero su nieta decidió no comunicarle
su decisión todavía, a pesar de considerarla irrevocable, ya
que aún faltaba mucho para su próximo emprendimiento.
Roberta fue muy precisa en sus apreciaciones aquel día,
no quería restarle importancia ni atención al acontecimiento
literario de su hija. Sólo le dijo que había dado vuelta
la página de la historia con su madre largo tiempo atrás.
“Mirá, Adri, hice borrón y cuenta nueva. Con mi vieja es
así. Yo lo aprendí de grande, demasiado, pero lo aprendí. La
indulté, ¿sabés?”, le dijo. A Giovannini semejante confesión
le reverberó durante todo el verano en la cabeza, hasta que
finalmente asumió que la propia hija había decidido olvidar
aquellos años dolorosos. “Tu abuela es una tipa difícil, pero
también tiene sus cualidades. Además, desde que me fui del
nido las cosas fueron cambiando. Por fin entendió que sus
objetivos no eran los míos. Igual no te creas que ya no nos
peleamos, ¿eh?, jajaja. Y con respecto a mis hermanos, habría
que preguntarles a ellos cómo lo resolvieron”.
La determinación de su madre la maravilló, llegó a la
conclusión de que ya era hora de conocer el continente
negro y planificó sus postergadas vacaciones al otro lado
del Atlántico. Volaría en compañía de sus padres luego de
la presentación: contra todos los prejuicios escuchados a lo
largo de su vida, ellos jamás hubieran considerado perderse
la oportunidad de acompañarla en una ocasión así.
Y con respecto a los amores, tras mantener en paralelo
unos meses a Rodolfo y a Jeremías, pues con el relojero undercover
finalmente había ocurrido lo que tenía que ocurrir,
Adriana llegó a la conclusión de que ninguno calificaba
como candidato. La realidad era que deseaba un compañero
con quien tener descendencia. Tan simple como eso. O tan
complejo, vaya uno a saber. Por lo que decidió dar por terminadas
ambas relaciones y, a partir de ese momento, abrir
bien los ojos. Hombres como cualquiera de ellos abundaban
en el entorno, los que sí escaseaban eran los de “para
toda la vida”, “contigo pan y cebolla”, “hasta que la muerte
nos separe”, “en salud y enfermedad”, y así ad infinitum.
(En realidad, lo único que la novel escritora pretendía
era que un espécimen del sexo masculino quisiera calentarle
los pies, todas las frías noches del resto de su vida.)

Capítulo II
Miriam sonreía satisfecha al recordar cómo la escuela
había cambiado por completo. Faltaban algunos retoques
acá y allá, pero la mejoría era evidente. Y a pesar de temer el
primer día de clase como en su adolescencia, esta vez resultó
muy distinto. La Directora la presentó al grupo como la
mecenas de la institución (cosa que a ella le cayó muy bien),
por lo que sus compañeros no le sacaron la vista de encima
durante varios días.
Y no sólo eso: fue el comentario de la sala de profesores
durante toda la primera semana, pues cada docente que
llegaba era debidamente notificado de la situación. Por supuesto,
no faltó alguno que hizo comentarios poco felices.
“Ya me veo que a la señora benefactora hay que aprobarla
como sea”, dijo el profesor de Lengua, haciendo una exagerada
reverencia. El resto se abstuvo de definir su posición,
aunque todos sabían que sería difícil evitar sentirse presionados
al respecto.
La biblioteca también quedó irreconocible. Gracias al
aporte de la viuda de Carmelo González, no sólo se había
renovado buena parte de los libros de texto, bastante
desactualizados, sino que se habían incorporado muchos títulos
de novelas, libros de cuentos y de poesía, ensayos, que
tanto Miriam como la Directora esperaban que cumplieran
su misión. El objetivo de la máxima autoridad de la escuela
era que el cuerpo docente se sintiera identificado con estos
nuevos aires y fuera capaz de incentivar a sus alumnos,
muchos de los cuales venían con déficits en varios aspectos
de su vida personal. “Mire, señora Rivarola Pinedo, me doy
por satisfecha si el diez por ciento aprovecha lo que se compró.
Quiere decir que valió la pena”, le dijo la Directora.
Miriam asintió con un leve movimiento de cabeza, en
la que ya no ostentaba esos rulos rubios endurecidos por
el spray, sino una melenita cobriza peinada muy naturalmente.
Tampoco su figura tenía la magnificencia de antes,
había logrado bajar varios talles, aun cuando la balanza seguía
señalándole que debía mantenerse inclaudicable ante
la tentación.
Lo que dejó a “Miri” (nuevo apelativo por parte de su
marido) sin habla fue que en las cuarenta y siete sucursales
de Mundocompras había un afiche suyo, del tamaño de los
que hay en los cines. La imagen arengaba a no abandonar
los estudios y remataba con la frase “Si ella pudo, vos también”,
debajo de una foto suya a todo color sonriendo a
mandíbula batiente. Entonces se acordó. En Isla Margarita,
pocos meses atrás, Mauro había estrenado cámara de fotos
digital de última generación, y no había escatimado paisajeser
humano-animal-planta que se le cruzara, en el afán de
perfeccionar su recientemente adquirida afición. Porque
lo del golf ya era historia. (Si bien Miriam nunca había
logrado confirmar que su marido era quien se camuflaba
aquel día tras el árbol, el gordito simplón había tomado el
episodio como un aviso y dejó de frecuentar asiduamente
el green, hasta que lo abandonó por completo.)
Sin embargo, Miriam sabía muy bien con qué bueyes
araba, y nunca se ilusionó demasiado acerca de los reales
motivos que habían llevado a Mauro a cortejarla. Conocía su
situación personal, y llegó al altar por segunda vez un poco
por soledad, otro poco por ensoñación, otro tanto por desafío,
y algo más por dar que hablar. Pero en ese cóctel explosivo
ella se sentía segura, pues aunque el Gerente de Ventas
del supermercado más grande de la Argentina creyera que su
poder era casi infinito, él bien sabía que un solo movimiento
de la apoderada de “Mundocompras, el universo a tus pies”
generaría la debacle de su situación contractual.
Así las cosas, su vínculo estaba sellado por la mutua interdependencia.
El que, haciendo el debido balance, no
arrojaba saldo negativo.

Capítulo III
Agustina logró su objetivo: tuvo su megafiesta. La realidad
era que no se merecía pasar a tercer año, pero Emilce,
sobreprotectora como pocas, convenció a la profesora
de Gimnasia de que la aprobara, con el compromiso de la
adolescente de asistir también a natación durante el primer
cuatrimestre.
—¡Qué guacha, ¿qué más quiere, que le lustre los zapatos?!
—No seas desagradecida que no te lo merecés.…
—Ufa, ¿vos también?
Analía, que la acompañaba en todas las grandes empresas
que debía acometer, la zamarreó sin ningún empacho,
evitando que la disputa con la preceptora pasara a mayores.
A la salida de la escuela, la hija de Betty y Rodolfo no
estaba para sermones. Además de su poco exitosa situación
escolar tenía en la columna del debe unas olvidables, a su
juicio, vacaciones estivales. Muy lejos de su soñado Disney
se ubicaba una semana en Santa Teresita, junto a su madre y
su abuelo, en un departamentito alquilado a diez cuadras de
la playa. Lisandro había ofrecido mejorar la oferta, pero su
hija quería darle una lección a Agustina, por lo que resolvió
encararlo desde sus estrechas posibilidades.
La adolescente se colocó estratégicamente los auriculares
y neutralizó los intentos de su amiga por manifestarse.
Pero Analía no se rendía fácilmente y le envió un mensajito
al celular. Lo que generó una respuesta inmediata de la otra.
—Oíme, nena, no te hagas la moral conmigo, si te andás
manoseando con el de cuarto en la plaza…
—¡Pero qué decís, tarada, cuándo me viste!
—El día que te ibas a cenar a tu casa, estúpida, no te creí
y te seguí a la heladería, así que no me vengas.…
—En casa ya saben que somos novios, para que lo sepas,
en cambio tus viejos creen que aprobaste las cinco. La verdad
es que me cansé de ser tu amiga, nunca me escuchás.
Que te ayude otra, chau.
—Andate, no te necesito, no quiero volver a verte, ¿entendiste?,
¡chau, chau y chau!
Analía cruzó corriendo la calle y se subió al colectivo
que estaba por arrancar, en tanto Agustina hacía pucheros.
Esta vez sí había sido abandonada a su suerte por su mejor
amiga, con quien compartía secretos y aventuras desde el
jardín de infantes, y eso era algo totalmente desconocido
para ella. Diferencias habían tenido siempre, broncas y peleas
también, pero habían sabido resolverlas. Hasta ahora.
Lisandro estalló en lágrimas de alegría al saber que su
única nieta había aprobado con un nueve Matemática, pero
igual reacción temía Agustina, de signo contrario, en caso
de que se enterara de cuáles habían sido las condiciones de
su promoción. ¿Y si el vejestorio se infarta…?, pensó. Y sin
dudarlo corrió el colectivo gritando el nombre de su amiga,
hasta que Analía se bajó.

FELIZ NAVIDAD PARA TODOS Y TOD@S

Nos encontramos en la próxima y última entrega...

Entrega 31 de diciembre

Capítulo IV
El viaje de Rodolfo llegaba a su fin, como todos los viajes.
Mejor dicho, su estadía forzosa. Y si bien la provincia mediterránea
lo recibió con sospechas e incredulidad, Quiroga se
ocupó de rectificarlo públicamente en la reunión de despedida.
(Incluso intercambiaron direcciones personales pensando
en encuentros a futuro, cosa rara en Mouras que siempre
dudaba de todo y de todos.) Hasta el personal subalterno
que había trabajado bajo su órbita durante los casi cinco meses
que había durado su permanencia, no sólo reconoció que
sabía de lo que hablaba, sino que era un tipo justo.
Tiempo suficiente para pensar en qué hacer con su vida
amorosa. Si bien se había beneficiado con la compañía
alternada de las dos mujeres a partir de cierto momento,
Betty se había vuelto más demandante con el devenir de
los días (y el aumento de confianza), en tanto Adriana se
había ido enfriando cada vez más. Rodolfo desconocía la
existencia de Jeremías, pero no era difícil suponer que él no
era el único. Además de sus idas y vueltas iniciales, sus aleatorias
y cada vez más breves apariciones por Buenos Aires
poco después, implicaron tener que elegir a cuál de las dos
mujeres ver. (El encontronazo inicial con Rivarola Pinedo
no se reiteró, pero Mouras no estaba dispuesto a que su jefe
lo dejara en la calle, por lo que apeló a la comprensión de
su férrea clientela.)
Estaba claro que haberse divorciado cinco años antes de
Betty no había dado por concluida la relación entre ellos.
Más bien demostraba que no habían sabido reencausarla.
Que se habían apurado. ¿O eso era lo que Rodolfo creía?
Quizás no debía entusiasmarse por adelantado, con su ex
no habían hablado sobre el particular. En realidad, el único
tema de conversación de los últimos tiempos había sido el
rendimiento de la hija en común, con vistas a la imponderable
megafiesta. Pero lo que sí era incontrastable era el hecho
de que si bien se había sentido muy atraído por Adriana
al comienzo, su interés se había ido diluyendo con el correr
del tiempo.
Rodolfo estaba observando una pequeña mancha de humedad
en la pared del departamento, que había sido su refugio
y búnker durante los últimos meses. No la había visto
antes, seguramente habría surgido los días previos. Mientras
paladeaba una copa de aquel vino que costaba el quíntuple
del que solía consumir (se había regalado un par de botellas a
modo de despedida), llegó a conclusiones muy importantes.
En primer lugar respecto de su oficio de relojero, que
había desarrollado durante la mitad de su existencia pero
nunca lo había considerado realmente un medio de vida.
Siempre lo había visto como algo muy cercano al placer.
Sin embargo, debía reconocer que le había permitido mantener
a su mujer y a su hija, no como a Betty le hubiera
gustado pero sí con dignidad. Y puesto que su intención era
conservar sus dos actividades en condiciones semejantes, es
decir, que continuaran siendo rentadas ambas (debido a que
el placer puede generar ingresos, ¿verdad?), se franquearía
con Mauro. “Y que exploten los planetas”, sentenció.
Por otro lado, vería hasta dónde era capaz de llegar con
Beatriz. Tal vez la última palabra aún no había sido dicha.

Capítulo V
Betty estaba bastante satisfecha con respecto a cómo había
resultado el verano. Las Fiestas de fin de año habían sido
tranquilas pero agradables. Agustina estaba en tercer año,
cosa que aún le costaba creer, y por lo tanto había festejado
su cumpleaños de 15 como ella quería. Al final no nos salió
tan caro... Bueno, papá colaboró, pensó mientras se depilaba las
cejas en el baño. Y de pronto clavó la mirada en algunas marcas
que se habían pronunciado en su cara. Tomó del botiquín
crema nutritiva y la aplicó metódicamente. Dejó el tónico
refrescante para la mañana.... ¡Y las vacaciones, geniales!
Primero, una semanita en la costa, como todos los años,
cosa que a su hija le había cambiado el ánimo. Pero esta
vez había sido con fines puramente educativos: si Agustina
deseaba ser recompensada, entonces debería esmerarse a
futuro. (Si en algo habían logrado estar de acuerdo Betty y
Rodolfo era en el método de premios y castigos. De allí que
les resultó sencillo tomar la decisión de esperar a febrero
para concretar la demorada megafiesta.)
Y a continuación, Betty encaró para el norte y desembarcó
en Santa Rosa de Calamuchita, Córdoba, en las cabañas
de una amiga. Estuvo diez días disfrutando del paisaje, de la
independencia, de la soledad, y de Rodito también. Porque
su ex se desvió para saludarla en su viaje a Buenos Aires, encuentro
que duró un día completo. ¿Será el anuncio de lo que
vendrá?, se dijo revisando el contenido de su cartera. Todas
las noches se aseguraba de que no le faltara nada importante
para la jornada siguiente.
Lo desopilante fue que Agustina quedó en manos de Elvirita,
quien hacía años que no compartía con su única nieta
momentos a solas. (Las dos recordarían ese verano en particular
por mucho tiempo, aunque por muy diferentes motivos).
El año nuevo no podía ser más auspicioso para Betty.
¿Podía quejarse? De ningún modo. ¿Podía pedir más? Y sí,
el ser humano es siempre inconformista: entonces se acordó
de que no habían definido con Miriam si tomarían juntas
clases de canto. Buena excusa para reencontrarse, comentar
los avances con los hombres respectivos y felicitarla por haber
retomado los estudios.

Capítulo VI
Mauro estaba en plena introspección desde comienzos de
diciembre, y estaba maravillado con los resultados obtenidos.
La inesperada desaparición de Norma unos meses atrás (¿se
habría arreglado con Tony?), y el planificado acercamiento a
su mujer habían desembocado en una serie de sentimientos
encontrados que el Gerente de Ventas no podía soslayar.
La rubia teñida lo excitaba mucho pero… ¡Miriam aún
más! Cuando llegó a esa conclusión se sintió literalmente
desarmado. ¿Por qué? Porque descubrió que perseguir a la
ex del morocho gigante y adelgazar para ser de su agrado no
había tenido sentido, considerando que en casa tenía sexo
del bueno. (Nunca supo cómo llegaron a ello con su mujer,
pero así fue. Mauro recordaba que, al casarse, las noches de
amor se limitaban a algunos minutos robados a la película
que Miriam estuviera mirando, o a algún partido de fútbol
lo suficientemente aburrido como para que él se distrajera
por un rato, pero nada más. Lo de recurrir, sin previo aviso,
a la cocina, el suelo del living, o incluso el asiento de atrás
de la camioneta fueron novedades que se dieron a partir de
profundos cambios que ella experimentó. Evidentemente,
esos veinte años de diferencia a favor de Mauro determinaron
el giro inesperado de la relación conyugal.)
Y este descubrimiento le permitió no sólo recuperar la
confianza de su esposa, sino también desarrollar cierto respeto
mutuo que jamás habían sentido en los años de matrimonio
que llevaban.
En esas cavilaciones estaba en su oficina cuando de
pronto sonó el teléfono. “Hola… Ah, qué hacés, ¿te volvés
mañana, nomás…? Listo, tomate unos días, como te dije
cuando te asigné la misión, y después nos juntamos. Creo
que me debés un par de explicaciones, ¿eh, Mouras…? Nos
vemos”, dijo.
Mauro se acercó a la ventana y vio que llovía mucho.
Tomó la sección Espectáculos del diario y revisó a conciencia
la cartelera de cines y teatros. Hacía tiempo que no invitaba
a su mujer a una salida de esas características. Él nunca
había sido muy afecto a la cultura, pero desde que Miriam
le había comentado en Isla Margarita que retomaría la escuela
secundaria sentía cierta nostalgia. No es que recordara
con tristeza sus épocas de estudiante, ni siquiera a sus
compañeros de colegio, lo que le volvía a la memoria era
su madre, cada vez en forma más recurrente, pues siempre
le había tratado de inculcar el gusto por la lectura, el gusto
por el cine, por el teatro. Y aunque había sido sólo un ama
de casa, se había ocupado de informarse y de formarse en la
medida de sus posibilidades, algo que el gordito simplón ni
siquiera había intentado.
De allí que antes de correr el riesgo de que se le “piantara
un lagrimón”, eligió una comedia que a Miriam le encantaría,
y echando una rápida mirada tomó maletín, piloto
y apagó la luz.

Capítulo VII
Elvira recordaba la infancia de Rodolfo. ¿Cómo y cuándo
se había desatado su pasión por los relojes? ¡No cabían
dudas de que todo había sido culpa de Genaro! Sí, culpa,
culpa y nada más. Qué manía eso de que controlar el tiempo
de los demás daba un cierto poder. Un relojero no controlaba
nada, lo único que podía controlar era no perder la
clientela. Después, pura macana.
La de veces que le había advertido a Esteban, su marido,
que tenía que ponerle freno al lunático de su suegro.
“Desde que murió tu mamá, al viejo ese se le dio por lavarle
la cabeza al pobre chico, al final va a terminar convenciéndolo
y vos nada”, le había dicho. El padre de Rodolfo
nunca había sabido qué era exactamente lo que pretendía
su mujer. Pero tampoco se había ocupado de averiguarlo.
Elvira sabía que él le había propuesto matrimonio sólo
porque su hermana menor lo había rechazado, le parecía
un muchacho demasiado vulgar para sus aspiraciones. ¡Ni
que hubiera sido Cleopatra la otra! Al final se había casado
con el kiosquero, y porque había quedado embarazada al
poco tiempo de conocerlo. La tonta había despreciado a un
empleado municipal porque no estaba a la altura de milady,
y resulta que milady se había conformado con el kiosquero
de la vuelta.
Lo peor era que su hijo no sólo había recibido el legado
del abuelo, sino que además se había ocupado de acrecentarlo.
Elvira vino a enterarse la noche del cumpleaños de
Agustina que Rodolfo había pasado de trescientos veintitrés
relojes a trescientos noventa y cuatro. En los treinta y cinco
años posteriores a heredar la colección había aprovechado
cuanta oportunidad se le había presentado, ya fuera una subasta,
una feria americana, una relojería a punto de quebrar,
un remate judicial. No había dejado pasar la ocasión de
engrosar su fortuna. Porque Mouras se sentía un afortunado.
Si la cosa hubiera acabado allí, en fin. Pero no. El abombado
de su hijo, por llevarle la contra, había decidido “jugar
al relojero”. Porque lo de contarle historias de fantasía a su
nieta con relojes parlanchines era una sonsera, comparado
con la idea de ganarse la vida ajustándoles el minutero a
los demás. “Claro, porque Arquitectura es para los premio
Nobel, y Bellas Artes sólo para Miguel Ángel, vos tenías que
ser el que le lava los pinceles, pedazo de alcornoque”. Con
ese tipo de frases Elvirita (como se la presentó Rodolfo
irónicamente a Betty casi cinco minutos antes de que se
casaran) remataba los almuerzos de todos los domingos.
Desde luego, Esteban siempre encontraba algo mejor
que hacer que escucharla, así que cuando la emprendía
contra el hijo, huía a toda velocidad hacia el televisor si no
había sacado entrada para la cancha, o hacia el tallercito que
tenía en el garaje de la casa. Y en cuanto la veía asomarse
para comenzar con la letanía del hijo, del magro sueldo, de
la gotera del living o algo por el estilo, subía la radio hasta
ahogar toda posibilidad de conversación. Más bien de monólogo
por parte de ella.
Pero pensar en estas cosas a Elvira sólo le sirvió para
aumentar la acidez que sentía. Se preparó un vaso con sales
digestivas y se lo tomó casi de un trago. Entonces se acordó
de su nieta Agustina. ¡Cómo había cambiado esa chica!
Era simpática, dulce, conversadora, ¿qué había ocurrido?
Los diez días que habían pasado juntas habían resultado un
calvario. En un par de ocasiones hasta había pensado en
decirle a la madre que volviera de Córdoba de inmediato,
pero justo había llamado el padre y le había bajado los humos
de golpe. Por suerte también había colaborado bastante
Lisandro; con eso de darle clases particulares para que no repitiera
el año, la chica se había visto obligada a comportarse.
Lisandro se merecía un capítulo aparte. Cuando lo había
conocido años atrás, a él y a la bruja de su mujer, no les
había dado más de dos meses juntos. Pero él no se dio por
enterado de que ella había quedado impactada (cosa que Esteban
nunca supo, no porque Elvira hubiera disimulado, sino
porque él era muy distraído), y permaneció junto a su mujer
casi veinte años más, hasta que Nancy falleció. Ella sí había
notado el interés de su consuegra, en el mismo instante en
el que Elvira le había echado el ojo a su marido, pero jamás
había dicho nada. Al punto de que Betty lo supo al regresar
ese verano de Córdoba, cuando su exsuegra se lo contó.
“¿Vos me hablás en serio, Elvirita?”, dijo la madre de
Agustina cuando fue informada. Pero mayúsculo fue el
asombro cuando el relato llegó a oídos del padre. “¿¿Que
mi vieja qué??”. Agustina se limitó a un categórico “están
todos locos”.
Pero Lisandro Dumas fue contundente. “Jóvenes, creo
que no tenemos nada que preguntarles, así que si no están
de acuerdo miren para otro lado”, dijo. Y ahí dio por terminada
la participación familiar en las cuestiones que eran
de índole suya y de Elvira.
Unos días después partieron ambos en un crucero rumbo
a Brasil. ¡Y pensar que el argumento que había esgrimido
el abuelo para no costear a los profesores particulares de
la única nieta habían sido los elevados gastos mensuales que
debía afrontar!
Lo más gracioso de todo fue que allí conocieron a unos
viejecitos muy distinguidos que llevaban Rolex y semejantes
en sus frágiles muñecas, muchos de los cuales precisaban
un ajuste en el minutero.
Por lo que Rodolfo, tras haber acrecentado su colección
pasó a incrementar su clientela también, lo que precipitó el
inminente planteo a Mauro Ezequiel Rivarola Pinedo, el
gordito simplón.

FIN



FELIZ AÑO PARA TODOS Y TOD@S

QUE CONCRETEMOS NUESTROS PROYECTOS

Nos reencontramos pronto...