viernes, 4 de diciembre de 2015

Telaraña (cuento)


Las mujeres llegaron a la casa por la noche, les había llevado 12 horas el viaje aunque creyeron que no tardarían más de 9 ó 10: algunos tramos de la ruta estaban casi intransitables y habían sido perseguidas por varios chubascos. También es cierto que no aplicaron el acelerador a fondo sino que disfrutaron del paisaje y de la charla, como en cada escapada.
La casa, amplia, luminosa, confortable, era de una amiga, quien soñaba con instalarse allí a partir de su jubilación. Los vecinos de los costados, inquilinos de la dueña, se presentaron y se mostraron solícitos al verlas llegar. Era un lugar de postal, rodeado de sierras y atravesado por un río cantarino; nada hacía suponer que allí se ocultaba un misterio.


A la mañana siguiente había que organizar el itinerario, elegir qué cosas sí y cuáles no, tenían un listado bastante largo. Se sentaron a desayunar y decidieron que irían resolviendo sobre la marcha. Todo dependería del clima, de las ganas, del cansancio, de los dolores musculares, en fin… sería un día a día. Lo que tenían en claro era que habían ido a disfrutar, por lo que cocinarían y comerían afuera (incluida la rotisería) en partes iguales. Vacaciones son vacaciones, dijeron ambas casi a dúo.
El lugar les pareció mágico no sólo por la cordialidad de su gente, el entorno era bellísimo. Además del paisaje natural, muchas de las casas, construidas sobre las faldas de los cerros, tenían sus jardines o parques desarrollados en pendiente, con largas escalinatas e incluso muelles sobre el río. Todo era idílico. Como si esto fuera poco, la ciudad era tan segura que la gente dejaba las puertas sin llave y los autos abiertos.
Sin embargo, la familia que vivía a la derecha despertó su curiosidad. Era un matrimonio con dos hijos, uno en jardín de infantes y otro en escuela primaria. Durante varios días sólo se vio ropa de chicos en la soga, pero no a sus usuarios. Ni siquiera se escucharon voces, gritos, corridas. Sólo ropa. De allí que las mujeres dudaran de su existencia. Pero el matrimonio era tan relajado y sonriente que era difícil imaginar que algo podía andar mal.
En el fondo había un galpón, a unos 50 metros, aunque parecía un pequeño departamento para huéspedes por el tipo de construcción. Dado que el matrimonio fabricaba artesanías, las amigas supusieron que ese debería ser el lugar de trabajo y que los chicos jugarían alrededor de los padres, motivo por el que no se los veía afuera. Pero del fondo sólo regresaba él, iba y venía varias veces al día, siempre solo. Ni siquiera se la veía a su mujer regresando de allí. Ella solía colgar la ropa lavada pero nada más. Al hijo mayor lo trajo una camioneta una vez, vestía uniforme de colegio. Un rato después apareció en el jardín con una pelota, era evidente que quería ver qué hacían ellas en la casa. Luego desapareció tan rápido como había aparecido y no se lo volvió a ver.
Las amigas comenzaron a especular, tejían y destejían hipótesis aunque ninguna las convencía lo suficiente. Todas eran igual de descabelladas e igual de válidas. Dado que estaba cerca el cerro Uritorco y se decía que toda la zona serrana era un corredor de avistajes, hasta los seres extraterrestres fueron considerados un día que vieron un documental. Las noches oscuras y estrelladas hacían volar su imaginación. Los cerros que remataban el fondo del jardín facilitaban cualquier sospecha o presentimiento: una torre de alta tensión podía llegar a convertirse en un ser de otro mundo si la niebla lo camuflaba adecuadamente.
Gracias a que el clima acompañó su estadía pudieron caminar, trepar y tomar sol la mayor parte del tiempo. Sólo un poco de llovizna las mantuvo encerradas, a pesar de lo cual no perdieron el espíritu, la Generala y el Scrabel llenaron los espacios muertos. Fue justo ahí cuando descubrieron un arco de fútbol al costado del jardín, contra la muralla de piedras que hacía de cerco divisorio. Ninguna recordaba que estuviera de antes por lo que decidieron prestarle más atención a todo. A la tranquera de acceso, a los ruidos, a las idas y venidas del hombre de la derecha, a la ropa pequeña colgada en la soga, nada escapó a su órbita desde ese instante. Si un arco de fútbol había pasado desapercibido, ¿entonces qué más…?


A medida que el tiempo pasaba, el misterio iba tomando cuerpo. Ya no se trataba de que a los hermanitos de la derecha no se los veía, más bien era dable pensar que habían desaparecido. La camioneta volvió a pasar por delante de la casa en otras ocasiones pero el hijo mayor no volvió a descender de ella. La ropa menuda siguió apareciendo en la soga con regularidad pero no sus dueños. Cierta tarde se escuchó a la madre pedir silencio a la hora de la siesta pero hablaba sola, no se oían quejas o risa alguna. El regreso a la capital se aproximaba y las mujeres no querían abandonar el lugar con más dudas que certezas. ¿Por qué ese sitio idílico se había convertido, de repente, en un lugar poco confiable?
La noche anterior a viajar decidieron arriesgarse. Tras cenar, lavaron los platos y miraron un rato de televisión mientras vigilaban los movimientos de los vecinos de la derecha. Cuando comprobaron que las últimas luces habían sido apagadas mucho antes, tomaron la linterna y salieron por la puerta trasera. Recorrieron el jardín hasta el fondo con lentitud y con mucho cuidado pasaron por arriba del cerco de piedras. ¡Qué suerte que no tenían perro! Las amigas iban avanzando mientras hacían pequeñas paradas para corroborar que nadie se había levantado. Al acercarse al galpón, la mujer que iba delante, de cabello corto, tapó la linterna con un trapo para suavizar el haz de luz. No se escuchaban movimientos ni tampoco voces. La quietud de la noche era total. De pronto, la mujer que iba detrás, de cabello largo, sintió un escalofrío en la espalda, como si no estuvieran solas, y el temor comenzó a invadirla. La distancia entre ambas iba en aumento y aunque quiso alcanzar a su amiga sus piernas no le respondieron. Un aliento gélido le atravesó la nuca y se le instaló en todo el cuerpo. La mujer, que nunca había rezado y que no conocía las palabras, se encomendó a los dioses y pidió misericordia.


A la mañana siguiente, las amigas acomodaron bolsos y valijas en el auto y cerraron la casa. Los vecinos de la derecha y de la izquierda no estaban visibles por lo que no pudieron despedirse. Antes de abandonar la ciudad cargaron nafta, deseaban ir tranquilas. No dejaban de repetir lo bien que lo habían pasado, lo confortable que era la casa y qué hermosos paseos habían realizado. No tenían cosa alguna para criticar o lamentar. Todo había estado mejor de lo esperado. Había sido un acierto elegir ese lugar como destino.
Tras varias horas se detuvieron a comer algo y estirar las piernas. Las dos se veían distendidas a pesar de que el viaje prometía ser largo otra vez. A punto de retomar camino, la mujer de cabello corto, que era la que manejaba, sonrió.
-Qué bueno que vimos a los chicos esta mañana, no hubiera podido irme tranquila. ¡Y qué susto te pegaste anoche, jaja! Somos dos inconscientes, ir hasta el galpón en esa oscuridad… Mirá si el tipo aparece armado…
-Sí, fue una locura. Cuando desapareciste, pensé que me desmayaba ahí mismo. En fin… Por suerte, las caritas de los nenes contra el vidrio borraron todo lo demás –dijo la mujer de cabello largo en el medio de un bostezo.
En estado de satisfacción por el misterio resuelto, cual dos Nancy Drew o Jessica Fletcher, reemprendieron el regreso.


De vez en cuando, las amigas recuerdan aquellos días en las sierras, y aunque la existencia de los hermanitos fue finalmente comprobada, hay un aspecto temporal acerca del cual no logran ponerse de acuerdo: unos minutos antes de partir, la mujer de cabello largo barría el patio en tanto la de cabello corto sacaba el auto del garaje, y ambas aseguran haber visto a los hermanitos asomados, una, a la ventana de la cocina, y la otra, a la ventana del living de la casa de al lado.
Misterios que ocurren en lugares de postal.



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